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Columna
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Bernardo Asís, consultor senior

Manuel Pimentel aborda las prejubilaciones y sus consecuencias. El autor narra la experiencia de un prejubilado de 55 años que recupera las ganas de trabajar y vivir gracias al asesoramiento a ejecutivos en activo

ABernardo Asís le anunciaron, de forma imprevista, su prejubilación forzosa de la empresa para la que llevaba trabajando muchos años. Leer la fría carta que recibió fue un auténtico mazazo: quedó sumido en un angustioso desconcierto. Cuando aquella tarde fue consciente de lo que le había caído encima, temió caer en la habitual depresión de sus compañeros prejubilados. Todos terminaban sintiéndose inútiles y viejos. Y pronto comenzó a experimentar síntomas preocupantes. Cuando volvió para despedirse de sus antiguos colegas, bajó la cabeza avergonzado: sintió como si llevara puesta una etiqueta de inútil en la frente.

Por las noches Bernardo Asís se venía abajo. No le contaba nada a nadie. Mucho menos a su mujer, ante la que fingía una inusitada actividad, como si tuviese mil negocios que hacer, cuando en verdad se pasaba el día cavilando y paseando. A medida que pasaba el tiempo, más se entristecía. ¿Para qué servía? ¿Qué haría los años que todavía le restaban de vida?

Una tarde que estaba especialmente alicaído y a punto de traspasar la puerta de la depresión, se quedó en casa. No sabía qué hacer, y decidió leer algún libro. Quizá pudiese encontrar algo que le animara. El azar hizo que cogiera de la estantería el famoso libro El hombre en busca de sentido, en el que el psicólogo austriaco Víctor Frankl narraba su terrorífica estancia en el campo de concentración nazi de Auschwitz. Por obra de ese travieso genio que gobierna los lecturas cuando nos hace falta un consejo, leyó con sorpresa lo que el psicólogo había aprendido durante su encierro: que sólo lograban sobrevivir aquellos que sabían que algo les aguardaba por hacer en el futuro, que mantenían una ilusión para vivir. Los que perdían la esperanza no tardaban en morir.

Sólo progresa quien avanza paso a paso, con la vista en las estrellas que se marcó como destino. Paso corto y mirada larga, que dirían los clásicos

Aquella lectura fue un fuerte revulsivo para el espíritu de Bernardo, que ya no pudo levantar la mirada del libro, hasta que terminó de leerlo, bien entrada la madrugada. Con lágrimas en los ojos, escribió en un cuaderno dos frases que encontró en el libro. La primera del propio Frankl: 'La primera fuerza motivante del hombre es encontrarle un sentido a su propia vida'. La segunda era de Nietzsche: 'Quien tiene un porqué para vivir encontrará casi siempre el cómo'. Esa misma noche Bernardo comprendió que debía mantener una ilusión por vivir, que tenía que encontrar su propia misión.

Al día siguiente, con sus 55 años, tenía claro que no estaba dispuesto a hundirse. No se dejaría abrazar por los traicioneros brazos de la inactividad. Tras consultar a su mujer y amigos, decidió trabajar como consultor senior en una asociación de ejecutivos mayores, dispuestos a aportar su experiencia a empresas jóvenes. Esperaba sentirse útil. Quizá mañana decidiera instalar su propia consultoría privada. Dicho y hecho. Se inscribió en una asociación, y todos los días iba a trabajar. Poco a poco fueron entrándole casos. Una tarde le llegó un empresario joven a pedirle consejo. Bernardo le oyó con interés.

El trabajo de cada día me impide pensar. No logro levantar ni un segundo mi cabeza de los problemas que me acucian y del teléfono que me atosiga. En esas circunstancias, me es imposible reflexionar. Como el día a día me arrolla, no logro marcarme objetivos ni estrategias. No tengo tiempo para nada, ni sé adónde voy. Un compañero de la asociación le interrumpió en ese momento para invitarle a oír otro caso que le exponían en ese preciso momento. Bernardo pidió disculpas al joven empresario, prometiéndole que volvería en seguida, y acudió a la llamada de su compañero. En la habitación contigua, un ejecutivo les decía:

Sé adónde quiero llegar. Mi plan estratégico de empresa abarca cinco años. Dedico mucho tiempo a pensar en las nuevas demandas del futuro, pero, precisamente por esto, no puedo dedicarle tiempo a la gestión del día a día, que me parece monótona y aburrida. Tengo los pedidos atrasados, y los proveedores y clientes molestos. No sé cómo salir de esa espiral.

Antes de que su compañero respondiera al ejecutivo, Bernardo llamó al empresario joven que aguardaba en la habitación de al lado. Cuando los tuvo a todos juntos, les contó una fábula que oyera mucho tiempo atrás.

Tres caminantes decidieron atravesar el desierto. El primero, atento a cada paso que daba para no tropezar ni ser mordido por las serpientes, se desorientó pronto y se perdió en seguida. El segundo llevaba siempre la cabeza levantada siguiendo las estrellas que le marcaban el camino. No pudo ver un profundo agujero bajo sus pies, y cayó con estrépito. Sólo el tercero logró su objetivo. Marchó paso a paso, parando de vez en cuando para mirar las estrellas.

El ejecutivo y el empresario se miraron entre sí. En un momento, habían comprendido sus carencias. Sólo podía progresar quien avanzaba paso a paso, con la vista en las estrellas que se marcaron como destino.

Paso corto y mirada larga, que dirían los clásicos. Bernardo, por vez primera en muchas, muchísimas semanas, se sintió plenamente feliz. Quizá ya estuviera vislumbrando sus propias estrellas guías.

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