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Tribuna

Ante el 450 aniversario de la capitalidad de Madrid

Jules Stewart prepara un libro sobre la historia de Madrid para I.B. Tauris Publications que aparecerá en 2012.

Se podría disculpar al Ayuntamiento de Madrid por no percatarse de que este año se cumple el 450 aniversario de la designación de la ciudad como capital de España. Mi primera visita a Madrid coincidió en su día con el cuarto centenario y no recuerdo que celebraran ni un solo evento.

Esto es comprensible, ya que Madrid es más un concepto que una ciudad. Es un accidente en la historia, un capricho del rey Felipe II sin una reivindicación por el título más legítima que Valladolid, Toledo o, me atrevería a decirlo, Barcelona. Plantada en medio de la desolada meseta castellana, mirando al triste y escuálido río Manzanares, en el que pocos madrileños se han fijado alguna vez, y lo más alejada que se puede estar de los centros históricos industriales y culturales de España y de sus grandes puertos, Madrid es un pueblo que juega a ciudad.

"¡Soy hijo de Madrid!". Esto me lo pregonó un taxista al volante de un destartalado Citroën Traction Avant de los cincuenta, con un tanque de gas butano atornillado al maletero, cuando bajábamos por la calle Serrano viniendo del aeropuerto, hace 50 años. Declaró su linaje con el mismo orgullo con que habría descubierto que era el último rey negro de Córdoba. "¡Mira!", señaló a la estatua de Cibeles que corona la fuente: "¡La primera vez que ves la Cibeles!". Dijo esto como quien grita desde la ventana de la cocina a "la Mari", evidenciando así sus orígenes de pueblo.

Me bajé en mi hotel en la Puerta del Sol a mediodía, con un sol de julio castigador que abrasaba la acera, y fui recibido por el griterío ensordecedor de los vendedores de la Once, con las tiras de billetes de lotería colgando de sus camisas. Un tullido por la Guerra Civil se agachó en medio de la acera y cuando dejé caer una moneda de 50 pesetas en la mano que tenía extendida, se levantó a duras penas apoyándose en su pierna buena y en su muleta y me saludó militarmente. Yo fui tan garrulo como el taxista, puesto que más tarde me enteré de que eso era casi lo que costaba una noche en mi hotel. Para completar el cuadro goyesco, dos guardias civiles bigotudos con tricornios de charol, sosteniendo cariñosamente sus metralletas, arrojaron una mirada escudriñadora en mi dirección.

Para el final de la tarde, la temperatura había aumentado al nivel de la sala de máquinas del Titanic. Desesperado por escapar de aquel horno, me dirigí hasta la plaza de la Marina Española para sentarme en un banco de piedra debajo de un árbol. Entonces tuvo lugar una escena que podría haber salido de una película de Buñuel. Un gitano, que guiaba a un burro, un perro y un mono luciendo un sombrero de paja, colocó su colección de animales debajo de las ventanas de un bloque de pisos y empezó a golpear un tambor lenta e inexpresivamente. Esta era la señal para que el perro saltara encima del burro, seguido del mono, el cual trepó encima del perro. Y ahí aguantaron con un calor sofocante, esperando a que alguien apareciera por la ventana a echarle una moneda, o lo que es más probable, un aluvión de improperios por interrumpir la hora de la siesta.

Los gitanos, con toda su tropa de desaliñados, y las siestas madrileñas son cosa ya del pasado, y uno se ve tentado a preguntar: ¿qué hay que celebrar de esta ciudad colapsada por el tráfico, ruidosa, de aire contaminado y descarada? Dicho así, no mucho. Sin embargo, Madrid tiene una característica que la define y que se ha mantenido en buena parte inmutable: su gente.

Hace unos años, un inglés, conocido mío, volvía, después de pasar un año en Madrid, quejándose de que la gente carecía de inquietudes intelectuales. Esto, por supuesto, es un absurdo. En cualquier caso le conté un incidente que presencié en una parada de la Castellana. Una anciana con bastón tenía dificultades para montarse en el autobús, así que el conductor echó el freno de mano, se bajó para ayudarla con el escalón y la acompañó hasta un asiento antes de continuar su viaje. Era media tarde y la gente volvía al trabajo, pero me di cuenta de que ninguno de los pasajeros volvió la mirada, ni se fijó en la hora o hizo mueca alguna. Eso para mí vale más que cualquier supuesta falta de inquietud y es motivo de celebración.

Celebraría el hecho de que Madrid sigue siendo una ciudad muy joven en un país muy viejo, agarrándose fuerte a todas las características propias de la juventud, como la energía, la apertura al cambio y una autoestima maravillosamente presuntuosa. De Madrid al cielo no es solo un refrán, es una creencia común.

Jules Stewart es periodista y escritor, y vivió durante 20 años en Madrid

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