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Tribuna
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El último debate

Quizás este debate sobre el estado de la nación -tan criticado por algunos, incluso su propia existencia, por otros su juego partidista y político a la hora de ubicarlo o reubicarlo- pasaría sin más pena que gloria de no ser porque es, está siendo, el último debate con la nación desabrida y espoleada por esta crisis brutal, honda, compleja y quizás aún demasiado incierta, como telón muñidor de dos formas, dos talantes de ejercer y ser políticos, el del presidente del Gobierno y el del principal líder de la oposición. Es el final de etapa y ciclo político del presidente, y todo apunta, tras el varapalo de mayo, pero también por la sensación colectiva de rechazo político, de su partido.

El presidente ha tenido una máxima económica, social y política: el esfuerzo colectivo de todos, de una sociedad que se ha cansado de no saber qué estaba pasando, de no conocer la magnitud e impacto real de la crisis, y el de esperar por unas medidas que primero se negaron, luego se implementaron a la fuerza y tímidamente y ahora esperamos por otras de mayor calado, corrección, y sí, esfuerzo durísimo por parte de muchos, entre ellos los más de cuatro millones de desempleados, que entre otros escenarios dibujan uno terrible, el de millón y medio de familias con todos sus miembros en paro.

Tal vez la máxima ignaciana, en tiempos de tribulación no hacer mudanzas, vendría a cuenta, pero la tribulación desenmascara una realidad agria, aciaga, y esas mudanzas de conceptos, de acciones, de proyectos y esfuerzos sí sea más que necesario llevarlas a cabo, quién lo haga y el coste político y social que pueda asumir es otra cuestión. La legislatura está acabada, anestesiada por el letargo de la derrota electoral y el rechazo de una buena parte de la sociedad. De nada sirve apelar en el debate al intento irreal de aprobar hasta 36 proyectos y actuaciones legislativas, con la reforma del sistema de pensiones, que tal vez sea la única que se apruebe de no haber adelanto electoral, algo de lo que ayer no habló el presidente pero sí el líder de la oposición, que ve a su principal adversario político exhausto, sin ideas, sin iniciativa y derrotado.

Tenía Mariano Rajoy dos límites antes de esta intrascendente ya jornada en el hemiciclo a punto de cerrarse incluso el periodo de sesiones: no enseñar ni mostrar demasiado su programa o pretendido programa -de haberlo ya o estar redactado, lo cual aún es pronto, y en ello se afana toda la maquinaria política popular- y no ser visto o mostrarse como un verdugo impenitente e insensible ante un presidente caído y en sus horas más bajas. El victimismo siempre ha dado réditos en política, y saberlo buscar, o no, es un arte, rastrero incluso, pero arte, el del disimulo político, algo que esta clase o casta de políticos, en general, ha sabido embridar demasiado bien.

De la generalidad a la generalidad, así puede resumirse este debate. De la envolvente del gasto autonómico y su embridamiento -qué pena que no se haga en tiempos de bonanza, donde el despilfarro y la no conciencia del dinero de todos no se tenía en cuenta- a la retórica amplia de ser competitivos, innovadores, eficientes como país. Pero ¿cómo se es con el anclaje real, económico y jurídico existente en este momento más competitivo, más eficiente e innovador si el crédito no fluye, las empresas concursan, los desempleados aumentan y la confianza interior pero sobre todo exterior se ha dilapidado?

Cantos y sirenas al viento envueltos en seguridades jurídicas y solvencias a propósito de la hipoteca y mayor seguridad y ayuda para el que no puede pagarla, ¿pero cómo es esa reforma o esas medidas? Sin garantía no hay crédito, sin seguridad en el cumplimiento, pero sobre todo, en la realización del valor del objeto hipotecado en caso de incumplimiento ninguna entidad financiera prestará, y no inventemos lo ya inventando ni copiemos instituciones que tienen una finalidad distinta como la dación en pago.

Una frase del presidente sí arroja la verdad de un momento excepcional y grave, a saber, el estado de la nación es el de la lucha contra la crisis. Lo malo es que le tocó a él enfrentarse a ella y no supo, no pudo o no quiso, se confió en que sería algo pasajero, algo que como la suave marea de una pleamar nos embarcaría a todos y todos saldríamos a la vez con Berlín y París capitaneando de nuevo ese timón. Las medidas llegaron tan tarde como parcialmente, a modo de colchones de amortiguamiento, y este fue un craso error que rompió y rasgó el desempleo y con él la confianza, el endeudamiento, la crisis hacia fuera y su percepción, elevando la prima de riesgo a cotas inauditas, amén del temor, distante pero cierto, de una intervención.

Se cierra un ciclo entre apelaciones de magnificencia al Movimiento del 15-M y el deseo de renovar el Tribunal Constitucional. La nación está en un pésimo estado, y esa es la realidad. Ahora toca hacer ese esfuerzo colectivo que el presidente nos pide y él no pilotará. Mal balance para una despedida comparado como recibió el testigo. Y Rajoy pasaba por allí, sin necesidad de arriesgar, tocaba ser serio, soltar puyas en su justa medida y a esperar lo inaplazable.

Abel B. Veiga. Profesor de Derecho en ICADE

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