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Tribuna
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De la transparencia, los influyentes y la moral

Frente a la legión de expertos, y algunos entusiastas, que han adelantado en numerosas oportunidades definiciones más o menos afortunadas, permítasenos refinar los conceptos de corrupción y corrupto. Corromper es alterar y trastocar la forma de una cosa; es echar a perder, depravar, dañar; es sobornar y cohechar al juez o a cualquier persona, con dádivas o de otra manera. Depravar, por su parte, es viciar, es adulterar. Por consiguiente, el corrupto, lector amable, es un dañado, es un perverso, es un torcido, es un viciado, es un adulterado. Si al leer lo dicho no estuviere de acuerdo con este escribidor, o le pareciera que a este le afecta una crisis de exageración, le sugerimos que presente sus cuitas al diccionario oficial. Y a los que pudieran argüir que ellos no llegan a la categoría de ladrones ni defraudadores profesionales, sino que simplemente son alegres gastadores de fondos encomendados a su custodia, les recordaremos que despilfarrar o malgastar también es una forma de corrupción.

La gente, así, en abstracto, ha reaccionado a medias frente a la anunciada Ley de Transparencia. A medias quiere decir que la mitad, o más, de la ciudadanía se siente escéptica respecto a su aplicación y logros futuros. Cuando los anglosajones, de las dos orillas, promulgan alguna ley prevén simultáneamente su enforcement. To enforce es uno de esos términos en inglés (ya nos hemos referido en anterior ocasión a otro, accountability) que se resisten a una traducción a base de una sola palabra. Convengamos en que el término en cuestión signifique, más o menos, hacer cumplir. Las leyes (justas o injustas, dura lex, sed lex) hay que hacerlas cumplir. De donde se infiere que, en el caso que comentamos, el legislador habrá previsto las situaciones de incumplimiento; y habrá debido de determinar, igualmente -es necesario insistir en ello- quién va a hacerla cumplir. Y las sanciones que esperan a los infractores de la misma.

En los momentos actuales, la clase política, independientemente de su ideología o asentamiento geográfico, concita las iras y el desprecio de gran parte de los ciudadanos que, tal vez injustamente, las extienden indiscriminadamente a todo el universo político. El bombardeo, casi diario, de noticias sobre todo tipo de casos de corrupción, fraude y despilfarro, desborda el espectro de colores que presentó Heidenheimer al comienzo de la década de los noventa; y ha machacado tanto la mente de nuestros conciudadanos que estos se resisten a creer que los legisladores políticos aprueben con convicción un producto que comprometa seriamente a sus congéneres del Ejecutivo a cargo de la gestión de los dineros públicos, que nos importan a todos, porque a todos nos pertenecen. Dicho sin eufemismos ni tapujos: poca gente cree que, de aquí a un año, como resultado de la aplicación de la Ley de Transparencia, alguno, tan solo uno, de los políticos de campanillas señalados y probados como corruptos, despilfarradores y salteadores de los fondos públicos habrá terminado con sus huesos en la cárcel.

Los ciudadanos exigen que la anunciada inhabilitación para ejercer posiciones públicas vaya acompañada de resarcimiento monetario a cargo del patrimonio del desfalcador y, probablemente, pena de prisión… sin perspectiva de indulto. Un segmento notable de la sociedad civil esta convencida de que, en el fondo, ni unos ni otros dan la bienvenida a una ley que, simplemente, está llegando para cubrir, tarde y a medias, el bochornoso vacío legal en que se encontraba el Estado frente al conjunto europeo y aun mundial.

Un prolífico estudioso de la conducta política, y notable politólogo norteamericano, Harold Laswell, que se estudia en las clases de Ciencias Políticas, nos recordó, allá por los años treinta, que "el estudio de la política es el estudio de la influencia y del influyente. La ciencia política establece las condiciones; la filosofía de la política justifica las preferencias". Y definía Laswell a los influyentes como "aquellos que se llevan la mayor parte de lo que hay para llevar".

Sesenta años después, José Luis Aranguren, nuestro notable filósofo contemporáneo, señalaba agudamente en su æpermil;tica, y en perfecta aplicación a la situación política actual, que "la moral se esgrime cuando se está en la oposición; la política, cuando se ha obtenido el poder".

Queremos suponer que la inminente ley de austeridad dará debida cuenta de los "influyentes" de Laswell. Y que nuestra clase política, en su alternancia democrática, reflexione sobre la referencia de Aranguren a esas situaciones de corrupta gobernabilidad acomodaticia en que moral y política les parezcan intercambiables: hoy, tú; pero mañana me toca a mí.

Ángel González-Malaxetxebarria. Especialista Internacional en Gobernabilidad, Gestión Financiera y Auditoría

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