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Columna
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¡Más temporalidad! ¡Esto es la guerra!

Definitivamente, hay quien no se rinde ni ante la evidencia. Y quien está dispuesto a defender los derechos adquiridos de los trabajadores hasta la última gota de la sangre ajena, esto es, hasta el sacrificio del último de los desempleados. El fracaso de la reforma laboral, la continuación de los problemas del empleo, la falta de cualquier indicio de recuperación mínimamente significativa de la contratación laboral, tratan de enfrentarse, en la emergencia económica que nos ahoga, mediante la relajación de los límites recientemente impuestos a la contratación temporal, en concreto al encadenamiento de contratos temporales (suspendiendo el Real Decreto-Ley 10/2011, de 26 de agosto, durante dos años, la vigencia de la regla que establecía la prohibición de encadenamientos).

Mayor reconocimiento del fracaso de unas políticas no parece posible. Estamos otra vez donde estábamos: en la confianza de que los contratos temporales permitan, transitoriamente, incentivar el empleo y la contratación, sin introducir flexibilidad en el marco laboral, hasta que vengan mejor dadas. La intangibilidad de una situación laboral fundada en normas obsoletas, así como en una negociación colectiva que, junto a indudables factores positivos, encierra un elemento negativo que no es otro que el de la penalización del empleo, trata de salvaguardarse mediante el expediente insolidario de la creación de una bolsa de flexibilidad, asociada a la temporalidad.

Es lo que ha venido sucediendo desde que la falta de adaptación del marco laboral y de la negociación colectiva a la nueva realidad económica, social y empresarial se puso de manifiesto. La gran opción del legislador de mediados de los ochenta del siglo pasado no fue otra que la de confiar en la contratación temporal para dotar al sistema de relaciones laborales de la flexibilidad y adaptabilidad que requería y que el marco laboral (incluida la negociación colectiva) hacía inviables. Se dio paso, así, a un sistema asimétrico e injusto, en el que las necesidades de flexibilidad se satisfacían a costa de la precariedad en el empleo de un número creciente de trabajadores. Era una flexibilidad mal repartida y concentrada en los estratos más débiles de la población laboral. Ahora bien, si en los años ochenta podía pensarse, no sin cierta ingenuidad, que las aguas se calmarían y que vendrían efectivamente mejor dadas, por lo que podríamos volver a la normalidad, con un empleo estable y protegido en los mismos términos que anteriormente, a la altura de 2011 no deja de ser llamativo el empecinamiento en el error. La actitud sindical, y de muchos laboralistas, a este respecto, despreciando el aluvión de opiniones y de estudios acerca de la necesidad de flexibilidad de nuestras relaciones laborales, me recuerda el viejo chiste del padre que contempla la marcha de su hijo en un desfile militar y comenta, orgulloso, a sus allegados: ¡mirad qué bien desfila mi hijo, todos llevan el paso cambiado menos él!

Los estudios que condujeron a la reforma laboral de 1994 pusieron de manifiesto los inconvenientes de la apuesta por la temporalidad y lo ilusorio de la pretensión de mantener un sistema laboral intervenido, rígido y ajeno a las nuevas realidades económicas y empresariales. Y la reforma legislativa, en consecuencia, partía de un diagnóstico certero y estaba bien orientada. Pero la timidez del legislador y su confianza en la negociación colectiva (que no solo no avanzó en las posibilidades de flexibilidad abiertas, sino que intentó cerrarlas y reabrir vías de temporalidad) hicieron que los resultados quedasen muy lejos de lo que hubiera sido necesario. En la última reforma laboral se intentó satisfacer el desiderátum sindical. Esto es, sin cambiar sustancialmente el marco regulador de los contratos estables, restringir las posibilidades de contratación temporal para, de esa manera, conseguir más empleo y de mayor calidad. La realidad, sin embargo, es terca y las cosas no han funcionado como se pretendía. Y ante eso, ¡oh sorpresa!, la receta mágica no es otra que la de levantar restricciones a la contratación temporal.

Sería de risa si la situación del empleo no fuera trágica. De una vez por todas debemos abordar la reforma del nuestro marco laboral, haciendo compatible la protección del empleo y la defensa de los derechos laborales con las exigencias de funcionamiento de las empresas y de la competitividad.

Federico Durán. Catedrático de Derecho del Trabajo. Socio de Garrigues

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