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El Foco
Columna
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El riesgo de una precipitada reforma de ejecución hipotecaria

La normativa de ejecución hipotecaria ha sido durante más de un siglo la espina dorsal del mercado de crédito. El autor advierte del riesgo que supone introducir en ella cambios radicales y poco meditados.

ace pocos días se ha publicado la noticia de que el Defensor del Pueblo de la República de Ecuador, representando a uno de sus nacionales residente en España, ha demandado a nuestro país ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, por la posible vulneración del convenio en la que incurriría la normativa española en materia de hipotecas y desahucios. Esta denuncia se une a otra, que también apareció recientemente en los medios de comunicación, presentada, esta vez, ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, en la que se impugnaba ese mismo procedimiento de ejecución hipotecaria por presunta vulneración de la directiva de protección a los consumidores, al no permitir a los ejecutados discutir en el proceso la nulidad de algunas de las cláusulas del contrato (como la del vencimiento anticipado o la fijación de intereses moratorios excesivos).

En definitiva, en ambos casos se realiza una enmienda a la totalidad de la legislación procesal española en materia de ejecución de créditos hipotecarios. Dicha regulación puede resumirse de la siguiente manera: cuando un deudor, que tiene garantizado el pago de su deuda con una hipoteca, deja de pagarla, el acreedor (generalmente una entidad financiera) puede instar el correspondiente proceso especial hipotecario -que se dirige exclusivamente contra el bien hipotecado- donde: 1) se suele reclamar el vencimiento anticipado de la totalidad de la deuda, si así se pactó en el contrato (en la fundada creencia en que los impagos van a continuar); 2) se impide al ejecutado cualquier oposición a la ejecución que no sea la de haberse extinguido la deuda o estar cancelada la hipoteca, y 3) si tras la venta del inmueble hipotecado a un tercero (o la adjudicación en pago por el acreedor) por la cantidad legalmente señalada, aún queda deuda por saldar -lo que, evidentemente, solo tendrá lugar si existe una clara desproporción entre la cantidad prestada por el acreedor, la pagada por el deudor y el valor real del inmueble-, se puede continuar la ejecución, ahora por la vía ordinaria, por lo que reste por abonar.

A la vista de lo anterior, resulta indiscutible que la normativa española, cuyo contenido básico cuenta con más de un siglo de duración, es extraordinariamente favorable para el acreedor hipotecario y, correlativamente, muy dura y limitativa para el deudor. Incluso es lógico pensar que dicha diferencia resulta desproporcionada e injusta. Sin embargo, el Tribunal Constitucional la ha considerado conforme a la Constitución (desde la temprana STC 41/1981), y ningún Parlamento la ha cambiado durante todos estos años. ¿A qué se debe, pues, esta aparente contradicción?

La respuesta es sencilla: desde siempre, los poderes públicos han sido conscientes de que, gracias a esa normativa, los ciudadanos de menos recursos han podido disponer de crédito suficiente para afrontar la adquisición de bienes de elevado coste, especialmente viviendas y demás inmuebles. El carácter expeditivo del procedimiento hipotecario, que permite recuperar el dinero prestado de forma rápida mediante la venta o adquisición del bien que sirve de garantía, ha sido el contrapeso que los bancos y las demás entidades financieras han necesitado para entregar grandes cantidades de dinero a personas que jamás hubieran podido conseguirlas de una sola vez. Sucede algo parecido con las normas sobre desahucios: si se quiere que los propietarios de locales o viviendas desocupadas las pongan en el mercado de alquiler a un precio razonable, hay que aprobar normas procesales que faciliten el desahucio. Porque si cuando se quiere recuperar la posesión del local o vivienda, el proceso se convierte en un vía crucis para el arrendador, el resultado será la progresiva desaparición de los inmuebles que se ofrecen en alquiler, con el consiguiente perjuicio para los ciudadanos que no pueden permitirse la compra de una casa.

Por eso hay que mirar con mucha prevención las reformas que, de manera precipitada y surgidas al calor de algún caso concreto, pretenden introducir alteraciones radicales en los procedimientos de ejecución hipotecaria. Para empezar, no podrían afectar a los contratos en vigor, salvo que se quiera generar una situación de inseguridad jurídica que provocaría un pánico generalizado en el mercado financiero. Pero pensando incluso en una regulación futura radicalmente contraria a la vigente, donde no exista vencimiento anticipado, se pueda producir una suspensión de la obligación de pago por circunstancias sobrevenidas, se paralice la ejecución o el lanzamiento a petición del deudor, o se obligue a aceptar ex lege la dación en pago (es decir, que la entrega del bien saldaría siempre la deuda), hay que ser consciente de lo que dicha normativa implicaría: al suponer un aumento del riesgo en la recuperación del crédito, se originaría una restricción inmediata en su concesión. ¿Es eso lo que se quiere en un momento de crisis económica? ¿No es mejor dejar las cosas básicamente como están, sin perjuicio de introducir aquellas modificaciones legales concretas que eviten los abusos que hayan podido existir (intereses abusivos, préstamos inapropiados)?

En cuestiones donde intervienen tantas variables, no parece prudente cambiar las normas sin estudios previos, y menos aún si se da la imagen ante la opinión pública extranjera de que se consienten y protegen los impagos. Lo contrario supone correr el riesgo de acabar como el aprendiz de brujo, y eso es algo que, obviamente, la economía española ahora mismo no se puede permitir.

Julio Banacloche Palao es profesor del CUNEF y Catedrático de Derecho Procesal de la UCM

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