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Tribuna
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Las revelaciones de Santa María de Garoña

La polémica abierta en torno a la central nuclear de Garoña ha revelado algunos extremos que van más allá de la cuestión nuclear.

No hay duda de que Garoña ha completado su ciclo económico: es decir, sus costes de inversión están recuperados. Desde la aprobación en 1997 de la Ley del Sector Eléctrico (LSE), sus propietarios han recibido los CTC (compensación pactada entre el entonces Gobierno y las empresas eléctricas ante el temor de que el mercado infrarremunerara las inversiones) y unos precios de mercado muy superiores a sus costes variables. La prolongación de la vida útil de Garoña no haría sino seguir aumentando sus beneficios supranormales, resultantes de la disparidad entre los costes y los precios de la electricidad.

Disparidades entre precios y costes surgen de forma coyuntural en muchos otros mercados. Es precisamente la expectativa racional de rentabilidades positivas lo que guía a los inversores hacia las inversiones de mayor valor añadido. Pero el amplio margen de beneficios de Garoña no ha sido legitimado por un proceso competitivo entre inversores. En el sector eléctrico no hay competencia entre los inversores en ciertos segmentos tecnológicos porque no es posible replicar las actuales centrales nucleares e hidroeléctricas, de bajos costes medios, y con los costes variables más bajos de todo el sistema. Ello imposibilita el ajuste de rentabilidades que sí se produce en otros sectores competitivos en los que la libre entrada y salida iguala el precio al coste medio de producción.

Los altos beneficios de Garoña no provienen del acierto o el mayor riesgo asumido por sus propietarios, porque Garoña fue construida bajo un modelo regulatorio que garantizaba su rentabilidad. Esta garantía se extendió más tarde a través de los CTC que Garoña percibió como parte del conjunto de centrales sujetas a la norma protectora.

¿De dónde provienen entonces sus beneficios? Provienen de la propia regulación que ignora que Garoña no puede tener competidores que disputen sus beneficios supranormales. Por ello, no tendría sentido prolongar la licencia de Garoña sin contrapartidas para los consumidores. Con o sin Garoña, el precio horario del mercado eléctrico sería sensiblemente el mismo.

Esta cuestión, particularmente clara en el caso de Garoña, es igualmente aplicable a todas las otras centrales existentes antes de la LSE. El regulador reconoció la importancia de mantener los compromisos adquiridos, y garantizó a las empresas la percepción de las rentabilidades esperadas a través de los CTC. ¿Pero y los compromisos con los consumidores? Los precios que han pagado, muy superiores a los que se desprenderían del marco regulatorio anterior, han generado déficits acumulados cercanos a los 14.000 millones de euros. El déficit tarifario es la diferencia entre el precio de mercado y la tarifa eléctrica, y no entre la tarifa y el coste del suministro. Esta cuestión es capital para entender el problema: el déficit tarifario es un déficit de naturaleza regulatoria, no de naturaleza económica. Las tarifas no son más que la razón aparente del déficit tarifario. La razón real es que la competencia bajo el diseño de mercado actual es insuficiente.

El déficit incluye la legítima retribución de la energía producida por las centrales eléctricas construidas después de 1997, pero también los beneficios regulatorios generados por la LSE sin que se haya producido la liquidación del exceso de CTC cobrados vía precios y vía tarifas de haberse mantenido, tal como exigieron inicialmente las empresas, el periodo transitorio hasta 2010. Estos CTC cobrados en exceso tendrían que haber sido devueltos a los consumidores, directa o indirectamente, como reflejo del compromiso mutuo que adoptaron con las empresas ante el cambio regulatorio.

El pago a las empresas eléctricas de beneficios regulatorios no es un fenómeno exclusivamente español porque se desprende de las normas comunitarias. Tales beneficios regulatorios han alimentando la capacidad financiera de las grandes empresas energéticas europeas para adquirir a sus rivales, en muchas ocasiones, bajo el amparo de sus propios Estados, perceptores como accionistas de tales beneficios y, además, deseosos de ostentar la sede de los campeones europeos.

De manera paradigmática, Garoña revela el problema de fondo de la regulación eléctrica: el pago de beneficios regulatorios. Por ello, la solución deseable puede ser la misma que para el resto de centrales nucleares e hidroeléctricas: contratos por diferencias sobre la base de los cálculos aceptados por las propias empresas en 1997; impuestos sobre los beneficios regulatorios, o procesos de licitación de la nueva licencia (con datos de 2008, los beneficios supranormales de Garoña podrían rondar los 180 millones de euros/año). Las cantidades resultantes podrían ser dedicadas a diversos fines (por ejemplo, a las energías renovables o al coche eléctrico) sin alterar las señales de precio que aseguran un consumo eficiente.

Ante la creciente comprensión del problema de fondo que revela Garoña, las empresas eléctricas podrían ser las primeras interesadas en su cierre. Evitarían así un precedente que podría extenderse a todos los rincones del sector eléctrico en los que la competencia es inexistente.

Natalia Fabra. Profesora de Economía en la Universidad Carlos III de Madrid y miembro del Center for Economic Policy Research

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