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Columna
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El reparto de Caja Madrid

Queden los detalles en dinámica acelerada para las publicaciones online que nos mantienen inundados de información más o menos enfangada como sucede cuando llega la gota fría y vayamos presurosos por la senda de la inteligibilidad que resulta de contextualizar los fragmentos que nos van llegando. Se trata de acercarnos a la pugna abierta por la presidencia de Caja Madrid, la cuarta institución financiera en el ranking de las españolas. La maniobra de diversión, como dirían los manuales de estrategia militar, se basa en las diferencias afloradas entre los criterios para la asignación de representantes a los municipios que sostienen la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, y el alcalde de la villa y corte, Alberto Ruiz-Gallardón. Pero el telón de fondo tiene mucha más enjundia.

Para analizarlo debemos abordar la naturaleza de las cajas de ahorros, un fenómeno de gran interés que supone en España casi el 50% del mercado financiero. Las cajas vienen de la sociedad civil, fueron fundaciones privadas con orígenes diversos. Respondían a preocupaciones sociales sentidas por benefactores varios a los que se sumaron, según los casos, los ayuntamientos, las diputaciones provinciales, las curias episcopales y hasta el propio Rey. Luego derivaron en un ambicioso proceso de modernización para hacerlas competitivas. Así quedaron difuminados sus órganos fundacionales como las asambleas de impositores, tomaron protagonismo creciente los gestores y ya con la instauración de la democracia quedaron en manos de municipios y sobre todo de los Gobiernos de las comunidades autónomas. Todo este camino se recorrió sin que afectara a la credibilidad, sin que nadie sintiera amenazados sus ahorros y se precipitara a retirarlos.

Pero sucede que mientras unas cajas -pongamos Caja Navarra, cuya presidencia ostenta por estatutos el presidente de la Comunidad Foral- evolucionaban hacia una separación que evitara confusiones, otras -veamos el caso de Caja Madrid- viajan en dirección contraria como deja en evidencia el creciente intervencionismo del Gobierno regional. Además, la crisis económica que vivimos impulsa un movimiento necesario de concentración a favor de las fusiones en busca del tamaño que empieza a ser garantía de supervivencia. Y entonces las comunidades autónomas se llaman a la parte, quieren controlar esas fusiones y determinar las fronteras geográficas en que son admisibles, aunque esos criterios entren en pugna con la complementariedad y la racionalidad económica aconsejables. Cada reino de Taifas se declara tribunal de última instancia y aviva patriotismos de patria chica para garantizarse el manejo subsiguiente.

Las cajas dan un servicio en lugares donde los bancos están ausentes, viven pegadas al terreno pero sin renunciar a mejores rentabilidades mediante el recurso a fórmulas como la de Criteria por parte de La Caixa o Cibeles por parte de Caja Madrid. En definitiva, eso les permite acudir al mercado de capitales y constituir grupos empresariales que cotizan en Bolsa. Así que aquellas cuotas de participación obligatorias que les imponía el antiguo régimen para que cubrieran las inversiones en empresas de interés nacional como las eléctricas o las del Instituto Nacional de Industria, instrumento que fue de la autarquía franquista.

La existencia de las cajas ha sido impugnada por sus competidores para quienes representan una anomalía que debería declararse a extinguir. Porque consideran que sólo debe existir un sistema de propiedad basado en el capital y su retribución. Las cajas cuyos beneficios han de asignarse a la obra social constituyen según ese punto de vista un mal ejemplo a extirpar, operación que se convertiría además en un festín porque podrían adquirirse a bajo coste.

Entre tanto, quienes deberían preservarlas, absteniéndose de intervenir en su gobierno, han convertido las cajas en un oscuro objeto de deseo. Quieren manejarlas a su antojo a través de personas interpuestas, buscadas no por su competencia sino por su estricta fidelidad. Y lo más paradójico es que ese intervencionismo desaforado lo impulse en alguna ocasión, como la de Madrid, una presidenta que todos los días se pasea embanderada con el liberalismo más radical. Habrá que poner orden para que la cuarta institución financiera del país no se les vaya por el desagüe pero es dudoso que lo haga un Mariano Rajoy, prisionero de Pedro Arriola, su particular spin doctor. Atentos.

Miguel Ángel Aguilar. Periodista

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