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Tribuna
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¿Qué puede hacer el G-20?

La próxima cumbre de Londres, el 2 de abril, será la segunda reunión de jefes de Estado y de Gobierno que celebrará el G-20, esa estructura de debate que representa a dos terceras partes de la población del mundo y a nueve décimas partes de su actividad económica. La sesión anterior, el 15 de noviembre en Washington, sólo era un preámbulo. De ahora en adelante, los países del G-20 deben afrontar una crisis que ha cambiado de naturaleza al desbordar ampliamente el sector financiero con una recesión violenta, el hundimiento del comercio mundial, el rápido aumento del desempleo y la desestabilización macroeconómica de muchos países, algunos de ellos pertenecientes a la propia Unión Europea. Además, para Barack Obama, ésta será la primera gran reunión internacional. Inevitablemente, los mercados estarán pendientes del resultado de los debates. El G-20 no se puede permitir equivocarse.

¿Pero qué éxito puede esperar? Prácticamente no tiene influencia en varias de las grandes cuestiones del momento. Las políticas presupuestarias no se pueden coordinar en un grupo tan amplio y heterogéneo. Lo mismo ocurre con las políticas de cambio, las cuales requieren un foro más limitado. El rescate de los bancos sigue siendo una responsabilidad nacional, a lo sumo regional en el caso de la UE. Respecto a los temas a corto plazo, básicamente el G-20 sólo puede hacer recomendaciones, innegablemente útiles, en especial para no caer en la trampa del proteccionismo.

Así pues, la cumbre de Londres deberá concentrarse en los desafíos a medio plazo. A pesar de las urgencias del momento, éstos son esenciales. La crisis será larga, y hay que reparar el barco de las instituciones mundiales a la vez que atraviesa la tormenta. El G-20 debe reestructurar el sistema existente a marchas forzadas, para hacerlo eficaz en un mundo que se ha convertido en multipolar.

El primero de estos retos, la reforma del Fondo Monetario Internacional (FMI), tiene también aspectos muy inmediatos, ya que los recursos del Fondo están infravalorados de cara a la tormenta que se avecina. Para que los grandes países emergentes dejen de sentirse marginados, EE UU debe renunciar unilateralmente a su derecho de veto, y los europeos a su representación excesiva. Si el 2 de abril se anuncian estos gestos, China y los demás podrían contribuir rápidamente al refuerzo de los medios de intervención. Ahora bien, es vital que el FMI sea suficientemente fuerte para intervenir en todos los sitios en los que sea necesario, incluida Europa.

El G-20 también deberá acelerar la transformación de otras instituciones. El Foro de Estabilidad Financiera y también el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea, donde se centran los debates sobre el carácter procíclico de las políticas prudenciales, deberían incluir a China para conservar su autoridad en un mundo en el que tres de los cinco primeros bancos mundiales clasificados según su capitalización tienen su sede en Pekín.

En cuanto a contabilidad, el G-20 debería tomar nota de la reforma (imperfecta) del Consejo de Normas Internacionales de Contabilidad (IASB, siglas del inglés) anunciada en enero, y preocuparse sobre todo de la coherencia internacional, actualmente insuficiente, en la aplicación de las normas. Debería también iniciar una reflexión a medio plazo respecto a la supervisión de los actores financieros integrados mundialmente, como las agencias de calificación, las principales redes de auditoría y los grandes bancos de inversión. Esta línea centrada en las cuestiones de gobernanza se adapta mucho mejor a la naturaleza política del G-20 que los temas detallados de regulación financiera que constituían el aspecto fundamental de la declaración de la anterior cumbre.

Por último, el G-20 podrá avanzar eficazmente en la cuestión de los paraísos fiscales, una apuesta por la equidad y condición previa para plantearse una subida de impuestos para los más ricos.

¿Será suficiente este programa para calmar el nerviosismo de los mercados? Sin duda, ya que estos últimos esperan avances concretos, aunque sean limitados, en vez de retórica grandilocuente acerca de la salvación del mundo o de la refundación del capitalismo. Se han resignado a depender de los responsables políticos, pero sin por ello sentir gran aprecio por ellos. Por esta razón, el G-20 debe hacer gala de modestia orientando su actuación hacia donde su valor añadido sea real. Si lo consigue, podrá imponerse como una estructura duradera de coordinación de las instituciones económicas y financieras mundiales, cuyo número y papel podrían aumentar mucho con la crisis. Si no, pronto podría ser sólo un recuerdo, el de una etapa fugaz en el desbarajuste de la globalización.

Nicolas Véron. Economista en el centro de investigación y debateas sobre las políticas económicas en Europa

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