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Tribuna
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Políticas impositivas en tiempos de crisis

Hace ya una treintena de años que el mundo desarrollado ha aceptado con general consenso las limitaciones de toda política tributaria respecto de su capacidad de equidad y de redistribución de rentas y patrimonios. De hecho, en la práctica son las necesidades de recaudación las que mueven los resortes últimos de los impuestos, sean directos, indirectos, sobre rentas o sobre la riqueza y, de forma tozuda la historia económica ha consolidado el conocido como teorema Wicksell, economista sueco de principios del XX, que de una forma sorprendentemente anticipadora, especialmente en economía, enuncia la incapacidad tecnológica de redistribuir rentas de los impuestos en las sociedades desarrolladas.

Este principio se cumple muy especialmente en situaciones de crisis, cuando la economía se contrae y los mecanismos inerciales del crecimiento del PIB arrastran a la baja la recaudación del sistema fiscal. Aquí las necesidades de incrementar los ingresos perdidos obligan a incrementar la presión fiscal sobre los segmentos de la población que por número y masa más rendimiento ofrecen y que son los colectivos de trabajadores donde el capital humano juega un papel relevante en el monto de las rentas, en la práctica, rentas entre los 24.000 y los 52.000 euros.

En este escenario aparece la necesidad de incrementar la fiscalidad de esos colectivos, pero tales medidas no gozan del fervor popular y producen un alto coste político y social. Por eso hacen falta fuertes razones legitimadoras que palíen los daños tanto frontales como colaterales; y bajo el fácil eslogan de que paguen los ricos, aparecen propuestas de fiscalidad sobre la riqueza, ya sea por la vía de los tramos más altos de la renta, ya sea directamente, reviviendo los impuestos sobre el patrimonio. Incluso voces con gran autoridad, como la de Georges Soros, salen a defender tales posiciones.

El argumento es impecable desde el discurso nominal. Francamente, sería estupendo que la distribución de la carga tributaria, sea de la crisis o la de cualquier otra situación económica, fuese equitativa cuando no solidaria y redistribuidora, pero sucede que las cosas no funcionan así, y que desafortunadamente los impuestos no tienen esas capacidades técnicas, como argumentaría, en otro contexto, el propio y sensible Stuart Mill, en tantas otras cosas tan valiente y progresista, por cierto como también el propio Wicksell. Por el contrario, lo único cierto al respecto es que solo se distribuye mejor cuando se pueden reducir los impuestos, ya sea para las rentas más bajas, ya sea por la vía del IVA que soportan los bienes y servicios básicos.

En estas corrientes, el Consejo de Ministros del viernes pasado anunció un endurecimiento del Impuesto sobre Sociedades, ya sea tanto financieramente, pagos a cuenta, ya sea por incremento de la base tributable. Sin embargo, y en realidad, estamos a la espera de los próximos acontecimientos y, si las cosas empeoran, todo parece indicar que el canto de sirena del Impuesto sobre el Patrimonio volverá a escena, y lo hará, no tanto por su valor intrínseco, sino por ese factor legitimador del que hablamos. Porque bien podría ser la antesala de un nuevo abordaje sobre el impuesto de verdad, el IRPF, y ello vendría tanto de la mano del incremento de determinados tramos de las tarifas y de los tipos, sin olvidar el efecto directo de la subida de las retenciones. La medida, ni es nueva ni es única en nuestro entorno y las posiciones emblemáticas de Italia y de la propia Francia así lo demuestran.

En el fondo se trata de una medida de política económica que para un país en el que uno de los problemas, por paradójico que parezca, es la excesiva tasa de ahorro sobre la renta disponible, supone una detracción de liquidez del colectivo y su trasvase a las arcas públicas. Las retenciones funcionan aquí de solución tentadora cuando no de necesaria utilización, siempre, como venimos insistiendo, en función de los acontecimientos. Por otro lado, no debemos olvidar aquel viejo discurso de la hacienda publica de que la deuda también es un impuesto, pero si se nos permite con el matiz, nada trivial, de que lo es día a día y menos para las generaciones venideras, como sustentaba el argumento tradicional, se convierte en algo especialmente importante. Así por ejemplo, los intereses de la misma ya se equiparan con la totalidad de los pagos por subsidio por desempleo. Y es que estamos ante una crisis del sistema y no en el sistema, sin que ello quiera transmitir la idea de que el mundo se acaba al uso milenarista y catastrófico habitual.

Leopoldo Pons Albentosa. Consejo General de Colegios de Economistas

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