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Tribuna
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¿Qué nos jugamos en Johanesburgo?

Cancelad la conferencia', comentaba Gerd Leipold, director ejecutivo de Greenpeace, en referencia a la Cumbre Mundial del Desarrollo Sostenible que tendrá lugar en Johanesburgo, 'es mejor una retirada a tiempo que otro fracaso mundial'. Faltan apenas tres semanas para que empiece la cumbre y la discordia sobre su utilidad no deja de aumentar. El ministro de Medio Ambiente surafricano, Valli Moosa, no tardó en responder a las declaraciones de Leipold. 'Todo el mundo quiere que tenga éxito', comentaba a los periodistas, 'es imposible cancelarla'.

En junio de 1992 se reunieron en Río de Janeiro 180 Gobiernos, científicos, analistas y miles de periodistas para asistir a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo (CNUMAD). Su objetivo fue crear un desarrollo equilibrado para establecer un frente común y luchar en contra de la pobreza y a favor de la calidad ambiental.

Al cabo de dos semanas, 179 países firmaban la Agenda 21 para fomentar el desarrollo sostenible y se comprometían a cumplir los 27 principios de la Declaración de Río para respetar el medio ambiente y garantizar una mayor equidad. A su vez, 150 países firmaban la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, y otros tantos aprobaban el Convenio sobre Diversidad Biológica y la Declaración sobre Principios Forestales.

No sirve donar dinero a Gobiernos corruptos en países en vías de desarrollo, ya que su impacto es enriquecer banqueros o fortalecer ejércitos Diez años después de la Cumbre de Río, analizando los resultados, sólo queda una amarga decepción y la sensación de que fue un auténtico fracaso

Nunca en la historia se había conseguido semejante consenso internacional en temas de medio ambiente. La conferencia fue calificada de éxito total. Empezaba una nueva etapa llena de optimismo y esperanza. Sin embargo, 10 años más tarde, mirando atrás y analizando los resultados, tan sólo queda una amarga decepción y la sensación de que Río fue un auténtico fracaso.

Cada día siguen muriendo 22.000 personas debido a enfermedades relacionadas con agua contaminada y un tercio de la población mundial vive en áreas sin acceso a agua potable. Dos billones y medio de personas, representando un cuarto de la población mundial, no tiene acceso a energía. La superficie de bosques naturales ha disminuido un 17% desde Río y las emisiones globales de dióxido de carbono han aumentado un 9,1%, emitiendo un total de 68 billones de toneladas a la atmósfera (en comparación a 59 billones en la década de los ochenta).

En el área social, el progreso también reluce por su ausencia. Cada año mueren 11 millones de niños menores de cinco años debido a enfermedades y desnutrición. Las muertes de sida han pasado de medio millón en 1990 a tres millones en 2000. El PNUD estima que el crecimiento económico por persona en el África subsahariana ha disminuido entre 0,5% y 1,2 % debido al sida.

A pesar de todo, la actitud de los países ricos sigue siendo de indiferencia: las inversiones en desarrollo han pasado de 69 millardos de euros en 1990 a 53 millardos en 2000 y sólo cinco países han cumplido el compromiso adoptado en Río de donar un 0,7% del PIB para el desarrollo (Dinamarca, Noruega, Suecia, Luxemburgo y Holanda). Actualmente, la aportación de Ayuda Oficial al Desarrollo de los países occidentales no sobrepasa el 0,06 % del PIB, y en 1997, por primera vez en la historia, la riqueza de tres individuos igualaba la economía nacional de los 48 países más pobres del mundo.

Después de 10 años, vivimos en un mundo más polucionado, más dividido y más amenazado. Mirando el panorama actual uno se pregunta. ¿Qué es lo que ha ido mal? Principalmente, el gran error de Río fue, por un lado, no proveer los suficientes medios de financiación para implementar los programas que se acordaron y, por el otro, no generar mecanismos de control y monitoreo para asegurar que los países cumplieran sus compromisos.

Apenas dos semanas antes de que empiece la Cumbre Mundial del Desarrollo Sostenible en Johanesburgo, la denominada Río+10, aún no se ha llegado a ningún acuerdo sobre a qué comprometerse. Al igual que en Río, el fracaso vuelve a amenazar bajo la sombra de la pregunta-fantasma que nadie quiere contestar: ¿quién financia el desarrollo?

La experiencia pasada nos ha enseñado que de nada sirve donar dinero a Gobiernos corruptos de países en vías de desarrollo, ya que su único impacto es enriquecer a banqueros suizos o fortalecer sus ejércitos para oprimir todavía más al pueblo. Financiar el desarrollo sin una reforma política que garantice principios democráticos y enfatice en buena gobernabilidad no llevará al desarrollo sostenible ni a los niveles de equidad esperados.

Sin embargo, los avances en ciencia y tecnología pueden resolver las crisis de salud pública, productividad agrícola, degradación medioambiental y presión demográfica que sufre el tercer mundo; pero es necesario fortalecer la economía de estos países y dotarlos de recursos para que puedan invertir en infraestructuras, en investigación y desarrollo, y consolidar sus instituciones locales.

Paradójicamente, el reto de fortalecer estas economías no está en identificar fondos de financiación ni en contribuir económicamente a su desarrollo.

De nada sirve fortalecer la industria del tercer mundo si los países occidentales mantienen las barreras comerciales, los subsidios, la escalada de aranceles y las barreras no arancelarias, la falta de reconocimiento de los derechos de propiedad intelectual, las limitaciones a la transferencia de conocimientos y tecnologías u otras medidas que distorsionan el comercio. La Conferencia Internacional sobre la Financiación para Desarrollo de Monterrey, el pasado marzo, y la Cuarta Conferencia Ministerial de la Organización Mundial del Comercio de Doha, en noviembre, tuvieron precisamente ese objetivo: buscar mecanismos de financiación y asegurar un comercio justo para una globalización sostenible. Sin embargo, los países ricos siguen invirtiendo alrededor de 360 millardos de euros, un millardo por día, en subsidios y subvenciones para marginar la producción del Tercer Mundo.

Por cada euro que los países occidentales dan al Tercer Mundo en forma de Ayuda Oficial al Desarrollo, invierten 10 en discriminar y marginar sus productos. En Johanesburgo nos jugamos mucho precisamente porque los grandes compromisos adoptados en las cumbres y conferencias pasadas no han llevado a nada.

Existen dos opciones: continuar con la doble moral e hipocresía seguida hasta ahora, de comprometerse para no cumplir, y adoptar la política del G8, reuniéndose en sitios cada vez más alejados, cada vez más protegidos y cada vez más separados de la gente a la que representan, o adoptar una política constructiva, mucho menos costosa, comprometiéndose al comercio justo y a crear las bases de una globalización sostenible, una globalización que, tal y como se afirmó en la Declaración de Río, integre a las personas como eje central del desarrollo.

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