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Columna
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Los internacionales

Cuando aquellas jornadas límite de noviembre del 36, los internacionales eran los de las brigadas, reclutados en los ámbitos de la izquierda solidaria más o menos comunista o de afines asimilables, cuyo banderín de enganche era el de contener a los sublevados del Ejército, la Falange, los tradicionalistas, el clero y los plutócratas, émulos anticipados de nazis y fascistas. Tres años de guerra, cinco de posguerra y otros de pertinaz sequía nos condujeron, décadas después, a una nueva acepción del término internacionales. Pasaron a ser internacionales los jugadores de la selección española de fútbol.

La esforzada hueste del deporte rey había sido la única en tomarse con seriedad la consigna del cuñadísimo Ramón Serrano Súñer de derrotar a la Rusia culpable. Y por ahí vino la victoria mediante un cabezazo de Marcelino, que puso el resultado final 2-1 a nuestro favor el 21 de junio de 1964, en la final del Campeonato de Selecciones Europeas disputado en el estadio Santiago Bernabéu, con el generalísimo Franco en el palco.

Eran tiempos de aislamiento, de cierre de fronteras. Aquel régimen estaba apestado. Había merecido que le situaran en el limbo. Ni se encontraba entre los países vencedores, ni entre los vencidos, a quienes también se prestó máxima ayuda para su recuperación. Para la España de Franco se acreditó una tercera categoría, la de enemigo residual, la de régimen pendiente de vencer. Una resolución de Naciones Unidas había recomendado a todos los países miembros la retirada de los embajadores. Estábamos pagando las amistades pasadas con Hitler y Mussolini.

Los pasaportes dejaban claro que de su validez se excluía la URSS y los países satélites. Entonces, el fútbol que embrutecía a tantos aportaba cultura viajera a los hinchas de la Peña del Hongo, que estaban autorizados para viajar al otro lado del telón de acero acompañando al Real Madrid en sus hazañas de la Copa de Europa. Aquellos del irreal Madrid eran los más internacionales que teníamos. Poco a poco otros deportes nos hicieron internacionales, empezando por el tenis de Manolo Santana, y del tenis pasamos al golf, al baloncesto y al balonmano.

Entonces en el ámbito de las empresas sólo los exportadores de naranjas estaban internacionalizados, todos los demás agentes económicos actuaban en un radio estrictamente doméstico, hasta hace poco más de 20 o 25 años. En este plano el contraste con la situación actual es increíble. Como señalaba el presidente de una de las grandes empresas españolas del área de la obra civil, nadie nos hubiera dicho que desde aquel pobrísimo umbral íbamos a situarnos donde ahora estamos.

Que una de las tres primeras empresas de telecomunicaciones del mundo sería española; que la primera firma de la moda textil, también; que entre los siete primeros bancos habría dos españoles; que entre las grandes de la construcción de infraestructuras habría cuatro de nuestro país, y así sucesivamente. Pero es que además los compatriotas españoles han escalado por sus exclusivos méritos posiciones en grandes grupos mundiales que tienen otra coloración nacional originaria o lucen otro abanderamiento. Lo mismo da que hablemos de seguros que de software, que de fabricantes de automóviles, que de embotelladoras de refrescos.

Si esto es así, si nadie nos ha regalado nada, si hemos dado un paso de gigante en la internacionalización de nuestra economía, de nuestras empresas, de nuestros bancos, de nuestros ferrocarriles, de nuestra aeronáutica, de nuestras medianas y grandes superficies, carece de sentido que ahora nos dejemos acunar por el pesimismo desolador que parece invadirnos como si estuviéramos condenados a ser arrumbados por el viento de la historia a la playa de la insignificancia.

Otra cosa es que la crisis deba impulsar una reflexión sobre los excesos improrrogables, que sea un sinsentido tener 47 aeropuertos o casi 80 universidades o ese enjambre de televisiones autonómicas y municipales a cargo del contribuyente, listas para ser instrumentalizadas como servicio doméstico de los Gobiernos de turno a esas escalas.

Estos días pasados esa Roja divina ha puesto a los españoles en estado de gozo y ha servido para añadir valor a la marca país que algunos competidores se empeñan en deteriorar. Pero hay otros muchos mimbres para hacer el cesto del prestigio y es urgente que no se pierda ningún esfuerzo. Veremos.

Miguel Ángel Aguilar. Periodista

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