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Tribuna
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El futuro del capitalismo

La ideología pro mercado dominante de las últimas décadas surgió como una reacción al supuesto fracaso del modelo de economías mixtas que surgieron tras la Segunda Guerra Mundial. La llegada al poder de Ronald Reagan y Margaret Thatcher marcó una línea divisoria e inició una nueva etapa marcada por el llamado laissez faire, caracterizada por la desregularización y la fe ciega en los mercados libres. Esta crisis ha mostrado que este modelo ha fracasado, y al mismo tiempo ha erosionado la credibilidad y legitimidad del mercado y del modelo anglosajón.

¿Cuántas veces en los últimos años hemos tenido que oír en Europa que nuestras economías están esclerotizadas, que no son suficientemente flexibles, que necesitan más desregularización y mayor competencia; y que los Estados tienen que ser menos intervencionistas? El paradigma dominante se resumía en que "los Gobiernos son malos y los mercados desregulados buenos", que se sintetizaba en la famosa frase de Reagan: "Las nueve palabras más aterradoras del idioma inglés son: 'Vengo del Gobierno y estoy aquí para ayudar".

¿Qué cambios cabe esperar? Las lecciones de la crisis parecen cada vez más claras: no se deben de liberalizar los sectores financieros demasiado rápidamente, se debe de ahorrar y de moderar el crédito, hay que centrarse en la economía real e invertir en educación y productividad, y no todas las innovaciones son positivas y útiles.

Por ello es muy probable que como consecuencia de la crisis haya una mayor intervención de los Estados, que haya reformas impositivas que dejen de primar actividades como la construcción, y que tengamos una menor obsesión con el beneficio a todo coste y con generar valor a corto plazo para los accionistas. Por el contrario, sería deseable que las empresas den prioridad a los empleados, los productos y a los clientes.

Al mismo tiempo se está discutiendo sobre la posibilidad de separar la banca de inversión y la comercial (como se hizo en Estados Unidos en 1933 para responder a la Gran Depresión con la ahora difunta Glass-Steagall Act). Además se está generando mayor consenso sobre la necesidad de obligar a los bancos a que aumenten sus reservas de capital en periodos de crecimiento (como se hizo en España); de establecer mejores controles y mayor escrutinio de las agencias de valoración; de expandir el marco regulatorio para incluir a todas las instituciones que puedan provocar un riesgo sistémico; de cambiar las políticas de compensación salarial y los incentivos; de establecer un sistema centralizado para regular los derivados, y por ultimo, de que los bancos centrales usen las políticas monetarias y los instrumentos regulatorios para evitar burbujas de activos.

Por fortuna ya casi nadie cuestiona la necesidad de mejores regulaciones, o los beneficios que el Estado puede jugar para tratar de equilibrar los abusos y excesos de los mercados. Incluso en Estados Unidos, el paradigma del modelo dominante, el presidente Barack Obama lo plasmó en su discurso de investidura cuando manifestó que "los cínicos no entienden que la tierra se ha movido bajo sus pies… La pregunta que nos hacemos hoy no es si nuestro Gobierno es demasiado grande o demasiado pequeño, sino si funciona".

La crisis ha mostrado que la economía de mercado no siempre se estabiliza y regula por sí misma. Ha dejado claro que los Gobiernos tienen la obligación de salvar a los mercados de sus excesos, y al mismo tiempo que tienen que crear las condiciones que permitan a los mercados funcionar de forma efectiva. Esto debería de incluir la regulación de los mercados de activos para asegurar que los inversores no son inducidos a comprar activos potencialmente tóxicos (como hacemos con las medicinas). Además deben de usar las políticas monetarias y fiscales para conseguir el objetivo del pleno empleo, y por último deben de tratar de reducir las crecientes desigualdades y proteger a los que pierden por la globalización.

Es de esperar que podamos terminar con los dogmas y la polarización que han caracterizado estos debates y que seamos capaces de trabajar juntos pragmáticamente para afrontar los retos que presenta el nuevo milenio. Hace 147 años, el presidente Abraham Lincoln alertaba durante su discurso anual al Congreso de que "los dogmas del pasado son inadecuados para las tormentas del presente". Esto es tan cierto hoy como lo era entonces. Ojalá lo reconozcamos y actuemos en consecuencia.

Sebastián Royo. Catedrático y Decano en la Universidad de Suffolk en Boston y Director de su campus en Madrid

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