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Tribuna
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Fiscalidad a examen

Tras unas vacaciones recortadas, como impone la actual coyuntura de austeridad, nuestros políticos han reanudado el curso con nuevas medidas económicas, incluida una reforma exprés de la Constitución. Entre las medidas se incluyen algunas de tipo laboral y fiscal, en este último caso con fines exclusivamente recaudatorios, sin abordar la tan reclamada reforma fiscal en profundidad. Con los Estados en delicada situación financiera, una recesión interminable y una creciente desigualdad social, la fiscalidad regresa al primer plano del debate y se erige como prioridad inmediata de actuación.

Las sorprendentes declaraciones de Warren Buffett y algunos adinerados franceses y alemanes, no secundadas aún por sus homólogos españoles, pueden hacernos pensar que el capital no es tan volátil e impersonal como creíamos. En efecto, en las aulas de economía se afirmaba que la imposición era menos eficaz sobre el capital y convenía en cambio gravar el inmóvil y menos sensible factor trabajo. Sin embargo, la realidad actual parece más compleja y sobrepasa las enseñanzas clásicas.

En la era del conocimiento, el trabajo ya no es una simple commodity y su fiscalidad puede influir sobremanera en la captación de talento y por tanto en el crecimiento económico a largo plazo. El despegue de algunos países del golfo Pérsico, por ejemplo, no se puede entender sin una generosa fiscalidad del trabajo, que ha atraído hacia la zona a ingenieros, informáticos y directivos de todo el mundo en busca de los sueldos netos más altos del mundo. Por otro lado, el capital es ciertamente virtual y puede estar en cualquier parte, pero al fin y al cabo son personas quienes lo gestionan, invierten y gastan.

En ciudades como Londres o París se siguen invirtiendo millones en propiedades de lujo, sobre todo por parte de adinerados árabes, rusos o indios. A finales de 2009, Sarkozy reformaba la ley francesa de extranjería para otorgar la residencia a quienes inviertan al menos 3 millones de euros en inmuebles, confiando en otorgar unos 500 permisos de este tipo al año. En efecto, los ricos de todo el mundo manifiestan una especial predilección por residir en Europa, por su historia, ambiente y clima agradable, estando así al amparo de conflictos sociales o desastres naturales en sus países de origen. En los países árabes es especialmente visible este fenómeno, pues en las últimas décadas han caído en desgracia algunos de sus paraísos fiscales y centros financieros, como Líbano en los años ochenta, Kuwait en los noventa y Bahréin en los últimos meses. Incluso en China se aprecia un creciente interés por parte de sus clases adineradas en adquirir propiedades y permisos de residencia en el exterior, a la vista del inminente cambio de liderazgo en el próximo congreso del Partido Comunista.

El sistema financiero goza de una excepcional volatilidad, pudiendo desplazar el capital en cuestión de segundos y crear nuevos paraísos fiscales al tiempo que se cierran otros. Sin embargo, la gestión del patrimonio no es ni mucho menos una actividad móvil ni fácil de deslocalizar. El talento financiero está muy concentrado, como también lo están las entidades que lo administran. Por ejemplo, entre 2005 y 2010 se levantaron en todo el mundo unos 900.000 millones de dólares en fondos de capital riesgo y private equity, cuya gestión se realizaba en un tercio de los casos en Nueva York, en un tercio en Londres y en otro tercio en un puñado de ciudades como París, Boston, San Francisco o Zúrich. La célebre tasa Tobin sobre las transacciones financieras tendría por tanto unos sujetos pasivos indiscutibles, aunque tal vez los grandes centros financieros terminarían por esgrimir el argumento del déficit fiscal ante su elevada contribución.

Sin duda un futuro régimen fiscal debería irremediablemente aligerar la carga sobre los trabajadores y elevarla sobre el capital, las propiedades y el consumo. En un país eminentemente turístico como el nuestro es insostenible seguir financiando infraestructuras y servicios públicos con la menguante base tributaria de los residentes, sin admitir un mayor gravamen del consumo general o turístico, así como un mayor pago por uso de infraestructuras y servicios. La progresividad del sistema podría garantizarse mediante innovadores mecanismos de compensación, por ejemplo, entre IVA e IRPF.

Para todo ello, conviene avanzar hacia la plena armonización fiscal en la Unión Europea, sobre todo ahora que se ha abierto el debate de la coordinación fiscal, para luego hacerlo en el ámbito global. Tras las distintas cumbres internacionales para rescatar a bancos o inyectar dinero en la economía, resulta imprescindible que nuestros gobernantes aborden cuanto antes una reforma amplia de la fiscalidad para garantizar así su eficacia y equidad en los nuevos tiempos.

Jacinto Soler Matutes. Socio de Emergia Partners. Profesor de la Universidad Pompeu Fabra

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