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Columna
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El continente, aislado

La semana pasada, el Parlamento Europeo rechazó, por amplia mayoría, la propuesta de Directiva aprobada por el Consejo de Ministros de Trabajo, relativa a la ordenación del tiempo de trabajo, popular e injustamente conocida como la 'Directiva de las 65 horas'. En un terreno que se presta fácilmente a la demagogia, y que permite, a quienes tengan un poco de desparpajo, innumerables ejercicios de simulación para aparecer ante la opinión pública como adalides del progreso social, es difícil defender una propuesta como la que formuló en su día el Consejo. Ya lo hice, sin embargo, en estas mismas páginas (17 de junio de 2008), tratando de aclarar los planteamientos de la Directiva que no era, ni mucho menos, una norma dirigida a ampliar la duración máxima de la semana laboral, de 48 a 65 horas.

No voy a insistir en ello. Solo recordar que lo que se pretendía era, por una parte, introducir mayor flexibilidad en la ordenación del tiempo de trabajo, prestar más atención, por otra, a las necesidades de conciliación de la vida personal y laboral, y permitir, por último, atender a las peculiaridades organizativas de determinadas empresas y determinados trabajos. En este último sentido, si la duración máxima de la jornada semanal de trabajo se mantenía, como regla general, en 48 horas, incluyendo las extraordinarias, se trataba de permitir, en aquellos supuestos en que la prestación laboral incluye determinados periodos de inactividad (el ejemplo típico es el de las guardias médicas), que la jornada semanal pudiera llegar a 60 horas o, si dicho tiempo de inactividad se considera tiempo de trabajo, a 65. Todo ello, siempre que una ley nacional, o un convenio colectivo lo permitiera, y previa aceptación voluntaria del trabajador afectado, aceptación rodeada de garantías de todo tipo.

Es fácil, sin embargo, reducir el tema a una burda pretensión de ampliar la jornada semanal hasta las 65 horas. Y hecho eso, es más fácil aún bramar contra la falta de sentido social de los países y de las instituciones europeas. Es lógico, por lo demás, que el Parlamento Europeo, en su perpetua crisis de identidad (puesto que forma parte de un engranaje institucional en el que, en realidad, las competencias legislativas no le pertenecen), aproveche ocasiones como esta para reivindicar la voz de los ciudadanos, y el sentido social, frente a la insensibilidad de las instancias comunitarias.

A esto quiero dedicar mi reflexión, porque creo que se ha sobreactuado y se ha rozado el esperpento. Primero, porque los portaestandartes, en esta batalla, han querido identificar en Inglaterra el enemigo a batir. Se trataba no solo de tumbar la Directiva (apoyada, por lo demás, por los países centrales de Europa, Francia, Alemania e Italia), sino también de que el llamado 'modelo social europeo' prevaleciera, y consiguiera llevar por el buen camino a los ingleses. Por ello, se insiste en la necesidad de terminar con el actual opting out, en el que los Gobiernos ingleses (incluidos los laboristas) se han refugiado para evitar que las rigideces laborales que habían conseguido 'expulsar por la puerta', se les colaran otra vez 'por la ventana' gracias a las normas europeas. Hemos asistido a verdaderas lecciones de progreso social dirigidas a los ingleses, poniendo de manifiesto que, como ya he dicho en alguna otra ocasión, cualquier conservador europeo es más social que un socialista inglés.

Es más, se ha querido recordar, no sin cierta condescendencia, a los ingleses, que aquí están en juego, además, cuestiones tan trascendentales como las relativas a la seguridad y a la salud laborales. Y esto lo hacía, sin ningún rubor, un europarlamentario español al que sin duda hubiera puesto en un aprieto quien le recordase las tasas de siniestralidad laboral existentes en España y las comparase con las inglesas. Son detalles sin importancia. Se trataba de quebrar la orgullosa singularidad de los británicos, que, con un Gobierno laborista, se empeñan en seguir apostando por la flexibilidad laboral y la adaptabilidad empresarial. No pude evitar que me viniera a la cabeza la famosa anécdota del parte meteorológico de una emisora inglesa: tormenta sobre el Canal de Mancha, el Continente aislado.

Pues sí, el continente está aislado, y corre el riesgo de aislarse todavía más, recreándose en su decadencia y plantándose orgulloso en una especie novedosa de 'no nos moverán' (ni los vientos de la globalización ni los cambios económicos y sociales cada vez más rápidos e intensos). No puedo dejar de sentir una cierta sensación de tomadura de pelo cuando veo a ilustres patricios españoles olvidar que estamos a la cabeza del desempleo en Europa, con más de tres millones de parados y camino de cuatro, con las tasas más elevadas de toda la Unión, con ritmos abrumadores de destrucción de empleo (mientras, a pesar de la recesión, aún se sigue creando algo de empleo en el ámbito europeo), e impartir lecciones de compromiso social y de defensa de los derechos sociales.

Deberíamos dejarnos de tanto fuego de artificio y de tanto recrearnos en nuestras propias faenas dialécticas, y afrontar de verdad los cambios que tanto en el terreno económico como en el social resultan necesarios para evitar unos costes sociales tan dramáticos como los que estamos padeciendo. Siquiera sea porque algún día los millones de desempleados pueden empezar a hartarse de la protección social que reciben en su particular tragedia, y a exigir el respeto de sus derechos mucho más allá de la mera percepción de un subsidio.

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo. Socio de Garrigues.

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