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Tribuna
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Sin conejos en la chistera

La reunión que los principales banqueros centrales y prestigiosos economistas de todo el mundo mantienen en Jackson Hole (Wyoming) cada mes de agosto es una referencia ineludible y, al mismo tiempo, la evidencia más palpable de las contradicciones y ardientes debates sobre cómo salir de la crisis. Aún resuenan, por ejemplo, los ecos del seco y duro trabajo presentado por el entonces economista jefe del FMI, Raghuram Rajan en 2005, cuando criticó el tremendo desequilibrio que estaba causando la acumulación de deuda pública y privada en todo el mundo. Durante la crisis, las montañas de Wyoming han sido testigos de agrios debates y de la presentación de iniciativas tan valientes como inusitadas e imprevisibles, como las expansiones cuantitativas de la Reserva Federal (los famosos QE1 y QE2).

Desde cierto punto de vista, los bancos centrales se han convertido en involuntarios y fríos líderes "espirituales" a ambos lados del Atlántico porque han tomado la responsabilidad de exceder sus competencias y mandatos -que, de forma simple, se corresponderían con controlar la inflación- para llevar la voz cantante en lo que a estímulos -en este caso monetarios- se refiere. El pasado viernes comenzaba la reunión de 2011 y el discurso de Bernanke era muy esperado. En años anteriores, la lluvia de dólares a través de la expansión cuantitativa había sido suficiente para suponer una especie de escapatoria transitoria a la angustia de ausencia de liquidez en el sistema financiero estadounidense. Sin embargo, en este año, para decepción de muchos y realidad de casi todos no han salido los conejos de la chistera.

Bernanke ha reconocido el estado de confusión y excepcionalidad que vivimos en Europa y EE UU y ha venido a recordar que no corresponde a los bancos centrales ni asumir ni acometer todas las políticas anticrisis. En definitiva, que nadie se acostumbre a que la Fed siga excediendo su mandato para dar cancha a la liquidez porque nadie puede asegurar a estas alturas que esta política vaya a ser efectiva más allá de donde lo ha sido. Un diagnóstico apresurado pero no menos certero respecto a los efectos de las expansiones cuantitativas en EE UU tiene tres ingredientes. El primero, el QE1 fue un movimiento reactivo en un momento muy crítico de la crisis que consiguió dar oxígeno a la banca norteamericana y -junto las recapitalizaciones y algo de concentración financiera- permitió que el sector bancario estadounidense se alejara del precipicio. El segundo, el QE2, fue una maniobra ofensiva, un intento de prolongar las facilidades de liquidez para que los bancos mantuvieran un ritmo de funcionamiento que ayudara a relanzar la economía. Sin embargo, la actividad presenta síntomas de estancamiento y ya se teme que entremos en una contracción más prolongada. Una explicación simplista pero ilustrativa es que proporcionar liquidez no sirve de nada si esta no acaba en manos de hogares y empresas para que inviertan y consuman.

Y esto último no ha sido posible porque la expansión cuantitativa no se ha visto acompañada de una mejora del empleo ni de otras condiciones que marcan la financiación crediticia, ni en Europa ni en EE UU. Es, por lo tanto, la prueba fundamental -discutida intensamente en Jackson Hole- de que solucionar los problemas bancarios y proporcionar estabilidad financiera no es suficiente si no hay un respaldo fiscal, aunque sea moderado y un avance hacia verdaderas reformas estructurales que permitan diversificar las fuentes de crecimiento. Y la primera y más dura tarea es saber ejercer austeridad fiscal sin dañar las fuentes básicas del crecimiento y la productividad.

Además, es preciso recordar que estamos ante un nuevo orden económico mundial. Los países de la vieja Europa y EE UU han pasado de crecer a una media del 3,5% hace dos décadas a hacerlo al 2% antes de la crisis, mientras que los emergentes han pasado del 2% al 6%. La dificultad actual estriba en que si algo tiene esta crisis de excepcional es que cualquier estímulo fiscal y/o monetario debe partir de la base de que estamos ante una acumulación de deuda excepcional desde un punto de vista histórico y ninguna política debe obviar los necesarios sacrificios que implica devolver esa deuda. La única respuesta parece ser que los estímulos y ayudas deben mantenerse pero, al contrario que hasta ahora, deben ir acompañados de un soporte institucional tan hábil y exigente como para garantizar a la vez equilibrios fiscales, estímulos en políticas básicas de crecimiento y garantías y solidaridad frente a especuladores. Casi nada.

Santiago Carbó. Catedrático de Análisis Económico de la Universidad de Granada

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