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Tribuna
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La certeza de la incertidumbre

Si hubiese vivido, el 30 de octubre de 2010, Miguel Hernández, poeta grande, habría cumplido cien años: "Me llamo barro aunque Miguel me llame/ Barro es mi profesión y mi destino/ que mancha con su lengua cuanto lame…"

En la época que le tocó en suerte a Miguel Hernández pareciera como que el mundo se acababa donde alcanzaban los ojos y no había un horizonte más allá, salvo para los poetas, seres mágicos tocados con la gracia y el don de la palabra que hacen posible que los dioses se parezcan, se igualen y se acerquen a los hombres. Seguramente porque los poetas son los únicos humanos capaces de escribir adivinando y palpando el sentido esencial de la historia, que es el del porvenir. En los años veinte/treinta del pasado siglo se vivían en España tiempos muy difíciles y, en ocasiones, de extraordinaria dureza que, por si no fuera suficiente, con la incivil guerra se trufaron con tragedias irreparables/inesperadas/inevitables, cuya superación a todos nos dignifica y a algunos también los justifica; en todo caso, la memoria (porque el tiempo es olvido pero también memoria) nos avala como personas y hace gozoso el afán de quien se ofrece a los demás sin reticencias y sin esperar a que las circunstancias -sean las que fueren- le obliguen a prestar su apoyo. Deberíamos ser capaces, como Hernández, de dar testimonio solidario de nuestro compromiso y de dignificar nuestro oficio, sea el que fuere, porque no hay lucha ni esperanza solitarias, como escribió Pablo Neruda.

Un amigo mío, al que tanto admiro sin conocerlo personalmente, Zygmunt Bauman, me ha hecho -una vez más- vibrar con la profundidad de su palabra y de su pensamiento, tanto como con los poemas de Miguel Hernández. Hace unos días, al recibir el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, Bauman se refirió a lo que, según él, Cervantes demostró ("la única cosa que nos queda frente a esa ineludible derrota que se llama vida es intentar comprenderla") y, a partir de ese hallazgo, presentarnos el mundo en toda su desnuda, incómoda, pero liberadora realidad: la realidad de una multitud de significados y una irremediable escasez de verdades absolutas. Es en ese escenario -dice hermosamente el sociólogo polaco-, "en un mundo donde la única certeza es la certeza de la incertidumbre, en el que estamos destinados a intentar, una y otra vez y siempre de forma inconclusa, comprendernos a nosotros mismos y comprender a los demás, destinados a comunicar y, de ese modo, a vivir el uno con y para el otro".

En un mundo donde parece haberse instalado conscientemente y para siempre (?) la desigualdad, el futuro de los seres humanos está lleno de incertidumbre y, por tanto, de miedos. Nos estamos volviendo inseguros y vulnerables porque, aunque los conocemos, no sabemos cómo resolver los graves problemas que nos aquejan y hemos optado por acostumbrarnos y aprender a convivir con ellos. Lo único cierto es que la crisis ha reducido el gran pastel de la economía mundial y la mejor porción será siempre para las empresas y los países más competitivos. Serlo sólo se consigue con más y mejor formación para todos, arbitrando sistemas de aprendizaje colectivo que no se agoten ni se quiebren. Innovación y formación son las columnas principales sobre las que debe asentarse un porvenir que debe enterrar para siempre el egoísta estilo de nuestra vida contemporánea que hace virtud de la búsqueda del beneficio material, y que tan equivocadamente natural nos resulta.

También para las empresas, el futuro está en la educación porque, aunque hayamos desviado el objetivo, el deseo de adquirir conocimientos y habilidades, y el deseo de transmitirlos, es una constante de la condición humana, y nunca el regalo para unos pocos. El magisterio y el aprendizaje; el estudio, la instrucción y la adquisición de conocimientos tienen que continuar mientras existan personas, familias, instituciones, empresas y sociedades. La metamorfosis, lo queramos o no, se hace necesaria/imprescindible porque la vida tal y como la conocemos no podría seguir adelante sin que la alquimia del saber pase de generación en generación. Dice Sábato que la educación no puede convertirse en un privilegio, y que el hombre sólo cabe en la utopía; que sólo los que sean capaces de encarar la utopía serán aptos para el combate decisivo, "el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido".

Y todo ello en el marco de un conjunto de normas de conducta que (antes y después de la crisis) parecemos haber olvidado: competencia (fruto de la preparación y el estudio), prudencia, reputación, sentido de la responsabilidad, transparencia, austeridad personal, institucional y corporativa; profesionalidad y espíritu de servicio que, como explica el profesor Juan José Toribio, es algo tan inmaterial que se reconoce a simple vista. En fin, habrá que no olvidar ser decentes y biempensantes, trabajar sin descanso, involucrarnos generosamente en el proyecto común, confiar en los seres humanos y seguir diciendo, como recuerda también Miguel Hernández, "dejadme la esperanza".

Juan José Almagro. Director general de comunicación y responsabilidad social de Mapfre

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