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Columna
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Las cenizas de los imperios

Las crisis económicas, como efecto colateral, producen miopía. La necesidad de supervivencia cotidiana nos impide ver más allá de nuestras narices ni levantar la cabeza del espectáculo de nuestro propio dolor. Craso error. Una nación jamás puede aislarse de un mundo que la condiciona, necesariamente. Esa peligrosa miopía inducida arraiga en personas -incapaces de reinventarse-, en empresas -que no logran encontrar nuevos mercados, productos o posibilidades- y en naciones que gastan sus energías en estériles tensiones internas, sin percatarse de que la economía es también el reflejo de los complicados juegos de poder. Creemos que la economía es solo mercado, y nos olvidamos de su eterna esencia geopolítica. Los sabios, prudentes, saben que la partida se juega por igual en ambos campos.

Y el mundo cambia, vaya que si cambia. China e India emergen con un ímpetu espectacular, reflejado en el reajuste de sus respectivos pesos específicos en el seno del FMI y en la procedencia de la mayoría de electrodomésticos, muebles, ropas o juguetes que consumimos en nuestras casas. Estos movimientos telúricos de grandes masas continentales ocasionarán fallas y fricciones necesarias. Ya somos testigos de algunas de ellas, como las guerras de las divisas, o la lucha por las materias primas, por ejemplo, y de otras muchas que veremos en el futuro. Los nuevos, los conquistadores, querrán más balón del que ahora les dejamos, y eso, no lo olvidemos, nunca será del todo pacífico.

Acabo de finalizar la lectura del sensacional libro de Karl E. Meyer, Las cenizas de los imperios (Almed), que aborda con una sorprendente erudición, concreción y sabiduría la historia geopolítica de las grandes naciones centroasiáticas: Rusia, Irán, Pakistán, Afganistán y las cinco repúblicas ex soviéticas. "Exóticas, románticas, estratégicas, complicadas, peligrosas; no faltan adjetivos para describirlas. Sin embargo, el término más apropiado para hablar de países como Kazajistán, Uzbekistán y muchos de sus vecinos sería desconocido". Como ya ocurre desde hace miles de años, los imperios persa, mongol, árabe, turco, ruso, inglés y otros muchos, jugaron su peligrosa partida de poder e influencia en sus vastas estepas, de las que emergieron guerreros formidables como Genghis Khan o Tamerlán. Resulta inquietante que hoy siga siendo el escenario de la "nueva guerra fría", la falla de rozamiento tectónico de los grandes bloques. China, India, Rusia, Irán, Pakistán y EE UU convergen en estos espacios bellísimos y devastados. Y nosotros, con el conjunto de países occidentales, estamos metidos de lleno en el avispero de Afganistán en una batalla condenada -como todas las invasiones anteriores- al fracaso más ignominioso. Ni siquiera Alejandro Magno, ni la Inglaterra de sus mejores tiempos, ni el poder soviético, pudieron doblegar a unas tribus indómitas encaramadas sobre la espada imposible de sus montañas. La historia está condenada a repetirse, y las fuerzas mundiales se muestran los dientes feroces bajo la piel de cordero de las falsas misiones humanitarias. No debemos olvidar que estamos allí para la guerra, quizás el mejor seguro para la paz, quién sabe.

El mundo no ha cambiado tanto, al fin y al cabo. Hace unas semanas saltó el escándalo de los abusos cometidos en Irak y Afganistán por los soldados americanos e ingleses. Estas torturas, abusos y humillaciones, totalmente injustificadas y condenables, son una constante en toda relación de poder sobre los pueblos rendidos o indefensos. En El sueño del celta, el flamante nobel Mario Vargas Llosa cuenta las peripecias de Roger Casement, un irlandés que denunció las atrocidades de los belgas en el Congo y de los caucheros en las selvas del Putumayo peruano. Nada nuevo bajo el sol.

La actualidad nos recuerda el principio darwiniano de la supervivencia de los más adaptados. Ya nos lo advirtió el bueno de Ibn Jaldún: los imperios están condenados a la relajación de las costumbres y a la decadencia, hasta que el ímpetu de un pueblo bárbaro logra arrancarle el testigo del poder. La historia sigue y conocerla es la mejor brújula para caminar hacia el futuro que nos inquieta. Por ello, debemos agradecer al singular editor Jerónimo Páez que nos haya permitido cabalgar sobre el clarividente libro de Meyer por esas estepas asiáticas condenadas a ser el tablero de ajedrez donde se juegue la partida del mundo. Cuando los actuales imperios no sean más que cenizas, las estepas abiertas del Asia Central seguirán invitando a los nuevos pueblos jóvenes y bárbaros a cabalgar sin descanso hacia el horizonte lejano de los decadentes.

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