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Columna
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Tarifas portuarias

El pasado 17 de abril el Boletín Oficial de las Cortes Generales publicó el proyecto de ley de modificación de la Ley 48/2003, de 26 de noviembre, de régimen económico y de prestación de servicios en los puertos de interés general. Tal y como se afirma en su exposición de motivos y partiendo de las sentencias del Tribunal Constitucional 185/1995 y 233/1999, se descarta cualquier intento de mantener el carácter de precio privado de las tarifas portuarias, lo cual había llevado a cabo ya la Ley 48/2003. Ahora bien y frente a esta última, suprime determinadas bonificaciones que pudieran chocar con el principio de igualdad y no discriminación con la finalidad de dar seguridad jurídica al modelo, así como cada autoridad portuaria podrá proponer sus propias cuantías, adaptadas a su realidad específica, aunque con una estructura común.

Como vemos, el proyecto de ley respeta, escrupulosamente, la doctrina del Tribunal Constitucional confirmando la vis atractiva del concepto de tasa tras los aludidos pronunciamientos del máximo intérprete de nuestra Constitución. Pese a ser esto cierto habría que plantearse si lo es del todo. A mi juicio, hemos de replantearnos la extensión de los principios enumerados en el artículo 31 de la Constitución. Desde el punto de vista del concepto de prestación patrimonial de carácter público -y, por tanto, de la reserva de ley consagrada en su apartado tercero-, tal vez deba reclamarse su restricción. Así, la noción empleada por la jurisprudencia constitucional es perfectamente válida cuando nos referimos a servicios que se prestan en el interior del mercado nacional. Sin embargo, es absolutamente insuficiente para aquellos otros -como los portuarios- sometidos a competencia internacional. En ellos, para decidir si un servicio es obligatorio o se presta en régimen de monopolio, debe examinarse el ámbito territorial verdadero de su mercado. A título de ejemplo, para decidir si las tarifas exigidas por el puerto de Barcelona constituyen o no una prestación patrimonial -en concreto, una tasa-, ha de contemplarse la posibilidad de que los usuarios acudan a los servicios prestados por el de Marsella.

Esta necesidad de dotar a la reserva de ley de una mayor flexibilidad se refuerza si tenemos en cuenta la discordancia existente entre el ordenamiento nacional y el comunitario. En el primero, a partir de los pronunciamientos de la jurisprudencia constitucional en torno a los precios públicos, se ha producido una importante expansión del ámbito de la reserva de ley. En el segundo, por el contrario, se producen normas, de directa aplicación en España, que no responden, en absoluto, al principio democrático que se encuentra en la base de aquélla.

En el caso de las tarifas portuarias, debe tenerse en cuenta, además, que la Ley 48/2003 había conseguido, a mi juicio, un difícil equilibrio entre el respeto a la doctrina constitucional antes mencionada y la necesaria flexibilidad para que cada autoridad portuaria pudiera decidir sobre su nivel de ingresos y, por tanto, lograr el objetivo de la autofinanciación y, con ello, la de todo el sistema portuario.

De un lado, el sistema de precios sólo se aplica en aquellos servicios que no implican utilización del dominio público y que se prestan en los puertos en régimen de concurrencia con el sector privado. Por tanto, difícilmente podía hablarse aquí de servicios coactivos en grado alguno.

De otro lado, las bonificaciones en las tasas parten de la doctrina, también constitucional, acerca del carácter relativo de la reserva de ley, especialmente allí donde, como sucede en las tarifas portuarias, el sistema de cuantificación es muy complejo y se necesita de una colaboración especialmente intensa de la norma secundaria.

Así las cosas, existen poderosas razones para que la reforma que ahora se plantea deba repensarse. Y ello porque es posible que, en aras de un excesivo formalismo, se esté privando a las autoridades portuarias de la posibilidad de contar con un régimen de recursos que les permita dos objetivos esenciales ya apuntados. En primer lugar, su competitividad a nivel internacional, otorgando importantes bonificaciones a aquellas empresas con tráficos relevantes en cada puerto. En segundo lugar y no menos importante, la autonomía financiera para sufragar sus gastos e inversiones con el producto de sus recursos propios.

Javier Martín Fernández. Socio director de F&J Martín Abogados y profesor titular de Derecho Financiero y Tributario de la UCM

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