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Tribuna
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Sucesiones, el eterno debate

El impuesto sobre sucesiones y donaciones es uno de los tributos más cuestionados hoy, subraya el autor, que defiende su continuidad en el sistema español. Sin embargo, en su opinión, parece inevitable una reforma del mismo, algunas de cuyas líneas avanza

El impuesto sobre sucesiones y donaciones es uno de los tributos más cuestionados del sistema tributario estatal. Sobre su futuro y sólo por citar las propuestas más recientes, el presidente del Gobierno, en su discurso de investidura, planteó su necesaria actualización y, hace poco, el presidente de la Junta de Andalucía anunció su desaparición de padres a hijos. Por ello, las presentes líneas pretenden ofrecer un instrumento de análisis a la hora de determinar su futuro.

Entre las razones que suelen esgrimirse a favor de su supresión se afirma que constituye una limitación del derecho de propiedad privada; que ha perdido el papel redistributivo que tradicionalmente se le ha asignado, debido a que el ejercicio de las competencias normativas de las comunidades autónomas ha supuesto una continua erosión de la base imponible, convirtiéndose en un tributo incapaz de cumplir esta finalidad; que recae sobre las clases medias y no sobre los grandes patrimonios; que no es neutral y penaliza la propiedad inmobiliaria, y que produce desigualdades desde el punto de vista territorial, sobre todo por la diferencia de trato con las comunidades forales.

Frente a lo anterior, cabe esgrimir que la propiedad privada es un derecho limitado constitucionalmente. Por tanto, son legítimas ciertas limitaciones, en particular, las que se derivan del sistema tributario. También es un impuesto justo, que cumple una función redistributiva y los datos muestran que recae sobre grandes herencias. Además, su neutralidad puede mejorarse sin suprimirlo, mediante la limitación de los beneficios fiscales. En lo que respecta a las desigualdades territoriales, éstas son consecuencia de la autonomía y, en sus manifestaciones más graves, pueden resolverse al objeto de evitar las deslocalizaciones entre las distintas comunidades.

A nuestro juicio, la opción por su continuidad resulta evidente por varios motivos. En primer lugar, la realidad nos muestra que el impuesto es justo y somete a gravamen una capacidad económica real (la adquisición gratuita de bienes y derechos, ya sea inter vivos o mortis causa). Además, la creencia de que los grandes patrimonios se articulan siempre a través de empresas familiares exentas no es del todo cierta. Buena parte de ellos se encuentran en instituciones de inversión colectiva, cuyas participaciones están siempre sujetas.

En segundo lugar, el Derecho comparado nos muestra que el tributo está generalizado en nuestro entorno. Así, existe en la Unión Europea de los Quince, salvo Italia y Portugal. En tercer lugar, nos encontramos ante un escenario -nacional e internacional- de continuo retroceso de la imposición personal sobre la renta. Ante el mismo, las alternativas pasan por incrementar el peso de la imposición indirecta o por hacer bascular la tributación directa sobre estos tributos patrimoniales. La justicia del sistema reclama, al menos, que esta última no desaparezca. Así, la progresividad quedaría reducida al ámbito del impuesto sobre la renta y, dentro de éste, prácticamente sustentada sobre los rendimientos del trabajo.

En cuarto lugar, su supresión aumentaría la falta de neutralidad del sistema. Carece de sentido y va en contra de este principio que las adquisiciones gratuitas de las personas físicas se encuentren libres de tributación, mientras que las de las sociedades tributen al 30% en el impuesto sobre sociedades.

Por último, su supresión por parte del Estado conllevaría una pérdida de recaudación de las comunidades autónomas. Por tanto, deberían articularse las oportunas medidas de compensación a favor de estas últimas, lo que supera las posibilidades de los Presupuestos del Estado.

En cualquier caso, parece indudable que la reforma del impuesto es inevitable y existen algunas líneas por las que se podría avanzar. La primera pasa por ampliar la base imponible. Las bonificaciones actuales, que recaen sobre las empresas y la vivienda habitual, deben mantenerse, al estar justificadas. Ahora bien, no parece oportuno considerar como empresa y, por tanto, exenta, un conjunto inmobiliario arrendado, por el solo hecho de contar con una persona contratada y un local. Además, los incentivos existentes para las empresas han de cumplir la función a la que sirven, que no es otra que la de permitir su conservación. Por ello, no debe bastar con el mantenimiento del valor de lo adquirido, sino también la actividad productiva.

Como segunda línea hay que reducir el gravamen y sus tramos. Es cierto que el impuesto tiene unos tipos impositivos superiores a los existentes en otros países. Al objeto de mejorar la competitividad de nuestro país, puede pensarse en su reducción, así como -ya sea de forma alternativa o acumulativa- en una elevación del mínimo exento.

Para finalizar habría que limitar la competencia fiscal entre comunidades, manteniendo las actuales capacidades normativas, pero reforzando los puntos de conexión. Es decir, introduciendo cautelas y plazos más amplios para que tenga efectividad el cambio de residencia.

Javier Martín Fernández. Socio director de F&J Martín Abogados y profesor titular de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad Complutense

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