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Tribuna
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Principios de igualdad y autonomía

La Constitución española garantiza a los territorios que conforman el Estado el derecho a la autonomía para la gestión de sus respectivos intereses (artículos 2 y 137) y establece un esquema de división de poderes entre la Administración central y los Gobiernos autonómicos que permite a estos últimos asumir amplias competencias dentro de un sistema en la práctica cuasi federal. Pero nuestra norma fundamental establece también algunos principios que condicionan y en alguna medida limitan el ejercicio del autogobierno regional. El más básico de ellos es el principio de igualdad, consagrado en los artículos 1 y 14, que se refuerza en clara referencia al sistema autonómico en el Título VIII. Así, el artículo 139-1 proclama que 'todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado,' mientras que el 138-2 prohíbe que los estatutos de autonomía comporten 'privilegios económicos o sociales'.

Estos principios tienen importantes implicaciones para el diseño del sistema de financiación territorial. El principio de igualdad exige que los ciudadanos españoles paguen impuestos y perciban prestaciones sociales en función de sus circunstancias personales y económicas y no de su lugar de residencia, y que todos ellos tengan acceso a un nivel similar de servicios públicos a igualdad de obligaciones fiscales. El principio de autonomía, por su parte, requiere que los Gobiernos regionales dispongan del margen de maniobra necesario para adecuar su oferta de bienes y servicios públicos a las necesidades y preferencias de su población. No tendría sentido establecer Gobiernos regionales si luego los obligamos a todos a hacer exactamente lo mismo.

Aunque existe una cierta tensión entre estos dos principios, el conflicto entre ellos es más aparente que real. Así, la garantía de igualdad de acceso a los servicios públicos no debe entenderse como la uniformidad total entre regiones en términos del nivel de prestaciones ofrecido en cada servicio determinado, sino como una garantía de igualdad de recursos que pueden después financiar ofertas diversas con el fin de acomodar demandas diferenciadas territorialmente. Por tanto, el principio de igualdad no restringe en modo alguno la autonomía de los Gobiernos regionales para decidir libremente la composición de su gasto.

La lógica constitucional es también plenamente compatible con la existencia de desviaciones (al alza o a la baja) en términos de gasto autonómico por habitante, siempre que éstas se financien con recursos propios de cada comunidad. Esto es, una mayor (menor) oferta de servicios públicos en una región determinada no viola el principio de igualdad cuando ésta se ve compensada por un tipo impositivo mayor (menor) que el aplicado en otros territorios -esto es, por tarifas impositivas más elevadas para cada nivel de renta o de consumo, y no sólo por un mayor 'esfuerzo fiscal' en el sentido en el que en ocasiones se interpreta esta expresión-.

Lo que sí entra en conflicto directo con el principio de igualdad son las enormes diferencias entre territorios en términos de financiación por habitante que el sistema actual permite (y que no se ven compensadas por diferentes cargas tributarias). Más aún lo haría la propuesta de financiación avanzada en el proyecto de Estatuto catalán, pues abriría el camino a la gradual generalización del sistema de cupo, lo que comportaría un fuerte aumento de las disparidades de financiación y la imposición de límites regionales a la redistribución de la renta entre individuos.

El resultado de la necesaria reforma del sistema de financiación territorial, por tanto, no puede ser ni el mantenimiento de un status quo claramente injusto, ni el de dar luz verde a un proceso de compartimentación fiscal del Estado. Antes bien, su objetivo prioritario ha de ser precisamente el de mejorar la adecuación del sistema al principio de igualdad. Esto exige el establecimiento de una fórmula razonable de financiación basada en indicadores objetivos de necesidades de gasto entre los que debe primar la población, corregida por su estructura demográfica. Esta fórmula deberá aplicarse sin excepciones, aunque de una forma gradual, a todas las regiones con el fin de conseguir a medio plazo una distribución más equitativa del gasto autonómico.

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