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Tribuna
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Lecciones del caos aéreo

Pasados los momentos más álgidos del caos provocado por el conflicto de los controladores aéreos, y alejándonos del debate acerca de la repuesta del Gobierno centrada en la declaración del estado de alarma (de su constitucionalidad, de su proporcionalidad), es hora de reflexionar sobre las enseñanzas que podemos extraer de los acontecimientos. El desarrollo de los mismos, en efecto, pone de manifiesto algo que la algarabía en torno a las circunstancias que han acompañado al cierre del espacio aéreo y a sus consecuencias impide ver. Y que muchos, además, están interesados en no ver.

En primer lugar, que estamos en presencia de un conflicto clamorosamente mal gestionado por las dos partes del mismo. En este caso, dada la naturaleza del trabajo desarrollado por los controladores, por una parte, y el carácter público de su empleador, por otra, se manifiestan con particular intensidad las características del moderno conflicto industrial. En este, en muchas ocasiones, las empresas tienen una clara posición de superioridad a medio y largo plazo, pero son también mucho más vulnerables en el corto plazo. Eso permite a los sindicatos ganar, por regla general, las batallas, pero les exige usar con moderación su capacidad de presión a corto plazo, porque el exceso de presión puede conducirles a perder la guerra.

Eso es lo que revaloriza el papel de la colaboración en las actuales relaciones laborales y lo que ha provocado el declinar del conflicto como instrumento fundamental de actuación en las mismas. Los representantes de los controladores no han sabido dosificar su capacidad de presión, han creído que ganando las sucesivas batallas ganarían la guerra y han minusvalorado las posibilidades de reacción de la otra parte. Por eso, han ido de victoria en victoria hasta la derrota final. Por su parte, las autoridades públicas, empresariales y políticas, no han sabido gestionar su posición de superioridad a medio y largo plazo y han creído erróneamente que esa superioridad debería también manifestarse en el corto plazo. Y ahora se encuentran ante una victoria obtenida por procedimientos excepcionales y que va a resultar muy complicada de administrar.

En segundo lugar, y en lo que se refiere más específicamente a nuestras relaciones laborales y a su marco legal, el conflicto pone de manifiesto algunos de los males fundamentales de nuestra negociación colectiva. Los controladores aéreos tienen, en sus planteamientos, no en cuanto a la actuación en estos días, un punto de razón: las condiciones laborales de las que disfrutaban las tenían porque alguien, con competencias para ello, se las había reconocido.

Habría que plantearse cómo se llegó al convenio colectivo del año 1999, cómo se han producido las concesiones que se han producido y por qué ha sido imposible renovar el convenio colectivo y racionalizar sus contenidos. La respuesta a todas estas cuestiones está en nuestro sistema legal de negociación colectiva, que consagra un aberrante valor normativo de los convenios colectivos y una no menos aberrante vigencia ultraactiva de sus contenidos, cuya aplicabilidad se mantiene hasta tanto sean sustituidos por un nuevo convenio.

Esto determina que sea muy difícil renovar los contenidos convencionales y que los planteamientos negociadores sindicales pasen siempre por mantener lo ya adquirido y añadir nuevas conquistas laborales. Eso explica, al menos en parte, la hiperregulación y la rigidez de nuestras relaciones laborales y la continua pérdida de competitividad de nuestra economía. Y, por supuesto, la intensa destrucción de empleo que tiene lugar en la misma. Muchas empresas están hoy atrapadas en la misma ratonera convencional en la que se encontraba Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea (AENA).

Por último, en tercer lugar, carece ya de cualquier justificación la falta de regulación del ejercicio del derecho de huelga. La pasividad legislativa al respecto ha consagrado una irritante situación de privilegio de sindicatos corporativos, arraigados en el sector público de la economía y en empresas encargadas de la prestación de servicios públicos.

En una sociedad compleja y vulnerable, en la que pequeños grupos de trabajadores tienen una capacidad de presión exorbitante, el legislador ha de marcar las reglas del juego. Y el papanatismo hiperprotector del derecho de huelga, propio de recién llegados a la democracia, no deja de ser, por engolada que resulte su proclamación, una farsa y tiene que ser abandonado.

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo. Socio de Garrigues

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