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Tribuna
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Hacer de la necesidad virtud

Si la Constitución formula que todos deben contribuir al sostenimiento de los gastos públicos según su capacidad económica; si nuestro déficit financiero se aproxima al 10% del PIB y el número de parados alcanzará el 20%, lo que nos deprime y sonroja; si empresas y autónomos cierran por el derrumbe del consumo, el desamparo bancario y el ocaso del derroche, y si al Gobierno se le exige resolver con eficiencia tales carencias, algo habrá que hacer.

Si las autonomías están endeudadas hasta las cejas y los ayuntamientos rozan la bancarrota por el derrumbe del ladrillo del que dependen sus ingresos; si nada reciben de sus propias comunidades, salvo el traspaso de competencias impropias, sin participar en sus ingresos, como exige la Constitución; si las comunidades han inducido a la supresión de los impuestos de patrimonio y sucesiones, incluso algunas del PP, con desatino, son renuentes a elevar los impuestos, antes bien anuncian bajadas, cuando aún retumban sus pedigüeñas quejas al Estado en materia de financiación, algo habrá que cambiar.

Si debemos alcanzar la estabilidad presupuestaria y se hace al Gobierno responsable del alto endeudamiento. Si la oposición, fiel a su nombre, no llega a acuerdos, y se obstina en demonizar las medidas empleadas y las previstas; si, en materia de impuestos, se empecina en la maldad de lo fiscal y no quiere reconocer su dignidad; si defiende, como panacea universal, la curva de Laffer, es decir, que la recaudación deviene mayor si bajan los tipos impositivos, olvidando que no es así en tiempos de crisis, algo habrá que realizar.

Si hay que evitar el derrumbe del gasto y el del sector privado está atrincherado en la retaguardia, es evidente que deberá ser el gasto público el que no mengüe para evitar la mayor caída de la demanda y, con ella, de la producción y la renta nacional. Luego imperativamente se ha de actuar, ¿y no deberá ser el Estado, a falta de otros, quien coja el testigo como en una carrera de relevos con obstáculos para alcanzar la meta? Y, si la disconformidad está garantizada, ¿por qué seguir intentando gustar a todos, en vez preocuparse por mejorar lo actual actuando con equidad? ¿Por qué no hacer de la necesidad virtud?

En el ámbito del gasto público es evidente que hay que suprimir el derroche, atender al gasto social y al productivo y no perjudicar la I+D+i. Respecto a los ingresos, se necesita luchar con mayor eficiencia contra el fraude, incorporar contribuyentes esquivos, eliminar injusticias y prebendas, perseguir la insolidaridad, el dinero en paraísos fiscales, los beneficios ocultos y las actividades ilícitas, porque la persecución del fraude es la mejor reforma fiscal posible y la que proporcionaría mayor respaldo social si se plantea con credibilidad y firmeza.

Se debería incrementar la fiscalidad medioambiental. Añadir escalones al IRPF, para que paguen más las rentas que causan sonrojo, y más con la que está cayendo. ¿Por qué ser los más bondadosos de la Unión Europea con la fiscalidad del tabaco, alcohol y carburantes y de productos que no son de primera necesidad? ¿Por qué no integrar a las Sicav y al gravamen sobre las rentas del capital al reino de la justicia tributaria? A cambio, ¿por qué no reducir las elevadas cotizaciones sociales para favorecer nuestra competitividad y ayudar a las pymes y autónomos si no suprimen empleo?

Hay que devolver a la imposición el digno papel que le corresponde en un país desarrollado como el nuestro, lejos del oasis que ocupa por la alienación a los grandes grupos de presión. Si los políticos dejaran de mirar hacia otro lado ante la grave situación que vivimos, si dejaran de sentirse prisioneros del éxito en las siempre próximas elecciones, si antepusieran el bien del país al de su partido, y el de éste sobre su persona, actuarían de forma muy distinta: los impuestos no estarían repudiados y no habríamos tenido 15 años de rebajas fiscales que han acabado casi con la bondad de un sistema que se empezó a pergeñar en la transición democrática y que, tras la implantación del IVA en 1986, era mucho más justo y progresivo que el actual. Bastante más respetuoso con la Constitución y, sin duda, un mejor instrumento para conseguir la estabilidad económica.

Francisco Poveda Blanco. Catedrático de economía de la Universidad de Alicante

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