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A fondo

La tentación de la inflación contra el déficit

Los 20 países más ricos del planeta tendrán en 2014 una deuda pública superior al 100% de su producto interior bruto, algo más de 15 billones de dólares en circulación en forma de bonos emitidos por sus respectivos tesoros. Aunque en términos financieros no debería ser insuperable para una economía tener una carga similar a la renta que genera en un año (al menos no lo es para cualquier empresa o familia), lo cierto es que absorberá tal cantidad de recursos para costear sus intereses que restará significativas dosis de energía y recursos a la inversión del sector privado.

Pero independientemente de que su coste sea financiable, dado que en la mayoría de los casos el servicio financiero no superará el 4% o 5% del PIB (en España es incluso inferior al 3% todavía ahora, aunque lo superará en 2013), la dificultad está en la escasa probabilidad de que sea decreciente. La vuelta a la estabilidad financiera de los países industrializados se antoja complicada por los niveles alcanzados en su déficit y deuda, y lo será más aún si la crisis económica se prolonga o si la alternativa más extendida es un crecimiento tan anémico que impida volver a las cuentas públicas de la mayoría de los países a los números negros.

Más allá del crecimiento económico, que parece ausente por una larga temporada en las proporciones necesarias, hay tres fórmulas básicas y tradicionales para reducir el déficit público: dos ortodoxas y directas, y una heterodoxa y secundaria. Las dos primeras son el recorte de los gastos o el incremento de los ingresos fiscales. Cualquiera de las dos tendrá efectos perversos sobre el crecimiento a corto plazo. En el caso de cercenar los gastos públicos, con una reducción de los programas de inversión, los subsidios y las subvenciones a la actividad económica, limitará la capacidad de la demanda de inversión y consumo, y tendrá un correlato inevitablemente negativo en el empleo. En el caso de optar por un incremento de los ingresos, supone una reducción directa sobre la renta disponible de la gente, que inevitablemente mermará también el consumo y la inversión.

Decisiones no neutrales

Aunque en ambos casos los mensajes deteriorarían las expectativas de los agentes, no es lo mismo una cosa que la otra. Es evidente que, como todas las decisiones de política fiscal, no son neutrales. Pero un recorte de los gastos en aquellas partidas de probada ineficiencia (y hay muchas en todos los países) respetaría el margen de empresas y hogares para mantener los niveles de compromiso con la inversión y el consumo. El tercer instrumento útil para reducir el déficit y los niveles de endeudamiento de los estados, tradicionalmente utilizado pese a su perversidad y heterodoxia, es el impuesto de la inflación. En varias ocasiones ha sido utilizado por los Gobiernos con autonomía monetaria para incrementar artificialmente las bases imposibles y con ellas los ingresos públicos, a la vez que un incremento de la producción nominal de las economías reduce el peso relativo de la deuda en circulación.

El fenómeno inflacionista hoy está bajo control, como lo ha estado en la última década por la fortísima presión deflacionista de las manufacturas de los emergentes. Pero si a la inmensa liquidez existente sumamos la generada por el fuerte incremento de los balances de los bancos centrales, la generación de inflación sólo depende del multiplicador del crédito una vez que comience la recuperación global.

Pero el papel de las autoridades monetarias no tiene porqué coincidir con los intereses perversamente inflacionistas de los Gobiernos. De hecho, una gestión responsable de los bancos centrales puede y debe evitar los brotes inflacionistas que tanto pueden desear las autoridades fiscales. El propio FMI, según recuerda el economista Ángel Ubide, ha calculado que colocar la inflación en el 6% durante este y los próximos cuatro años, reduciría en un 25% el peso de la deuda sobre la producción en 2014. No es despreciable, pero el sobrecoste que tendría en términos de tipo de interés (una inflación alta obligaría a los bancos centrales a subir los tipos, que afloraría también en el precio de emisión de los Tesoros), lo hace desaconsejable.

El efecto de las reservas remuneradas

Lo que es evidente es que los bancos centrales tendrán que desandar su política monetaria expansiva de los últimos años, recogiendo toda la liquidez inyectada al sistema financiero. La forma en que lo hagan puede convertirse en una política militante de control de la inflación. Pueden poner en el mercado la deuda pública adquirida en su activa expansión cuantitativa, de la que han abusado la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra más que el BCE, y puede convertirse en una esponja que absorba la liquidez existente cuando la recuperación devuelva el atractivo a la expansión del crédito, y funcionar cono un antídoto inflacionista.

Pero las reservas tomadas por los bancos centrales para proporcionar oxígeno al sistema bancario no tienen la misma naturaleza ahora que en el pasado, tal como apunta el profesor del IESE Rolf Campos, y no deberían ser un multiplicador de crédito e inflación. Los grandes volúmenes de balance alcanzados con tales reservas están remunerados, al contrario que en el pasado. La determinación de la remuneración, el tipo de interés, puede convertirse en un atractivo elemento que desincentive el uso de tales reservas como crédito, lo que restaría posibilidades inflacionistas.

La tentación inflacionista ha sido utilizada a menudo en EE UU con el dólar. Pero es difícil que en Europa sea aceptada teniendo en cuenta el origen germánico, con su declarado temor al IPC, del BCE que, cuando llegue la hora, presidirá además un alemán. Así las cosas, no quedarán más caminos que transitar la ortodoxia para reducir los déficit y deudas: bajar el gasto público, elevar los impuestos o reformar los mercados para crecer más.

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