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A fondo

¡Ay, devaluación, cuánto te echan de menos!

Los economistas buscan fórmulas que tengan efectos similares a la devaluación.

El relato de la política económica de los cuarenta últimos años del siglo XX es la historia de una devaluación continua, en la que se perseguía siempre una relación real de intercambio comercial más favorable que corrigiese la que lentamente, pero sin parar, deterioraba la acumulación de inflación. Desde que España abandonó la autarquía franquista, en 1959, hasta que expiró en favor del euro, en 1999, la peseta vio recortado por decreto su valor relativo en ocho ocasiones. Como una prostituta cada vez más barata, los políticos abusaron siempre de sus favores para rehacer las escandalosas pérdidas de competitividad de la economía nacional. Pero su generosidad era tal, la de la humilde peseta, que no fallaba nunca y devolvía la alegría a las manufacturas y la industria turística, aunque los españoles, en cada devaluación, eran un poco más pobres sin saberlo. En 1967, cuando un dólar pasó de valer 60 pesetas a 70, se desató la primera gran avalancha de turistas, con la llegada masiva de comunidades hippies a las costas.

La querencia enfermiza de los políticos españoles a la devaluación ha hecho que ahora, desde que apareció la brutal crisis financiera en 2007, se hayan acordado de su balsámico efecto en varias ocasiones, a sabiendas de que el euro es una caja fuerte sin cerradura para salir. Como se trata de la primera gran crisis económica desde que desapareció la rubia, no hay ensayadas fórmulas mágicas para superar la dificultad, aunque en varios países sin soberanía monetaria, y competidores directos de España, se han aplicado medidas que pueden tener el mismo efecto que una depreciación forzosa.

La integración de España en la Unión Monetaria Europa ha garantizado estabilidad y disciplina fiscal, financiación barata para el sector privado y garantías de capital para costear un creciente déficit por cuenta corriente. Pero no ha logrado que la economía entierre el vicio de la inflación, manifestada tanto en costes de producción como en precios de consumo, y que han debilitado la competitividad de los bienes y servicios españoles a velocidad del vértigo. En los diez años transcurridos desde la llegada del euro, en el que España entró a un cambio irrevocable ciertamente relajado contra todas las divisas de la cesta, la economía ha perdido más de diez puntos de competitividad con la zona euro, con quien compra y vende en la misma moneda. Ha dilapidado la ventaja cambiaria en pocos años. Pero si se analiza sólo el quebranto con Alemania, desde 1995 la pérdida se acerca al 20% en IPC y al 35% en precios de los servicios turísticos, los que produce la primera industria española, según cálculos del catedrático de la Autónoma de Barcelona Josep Oliver.

La comparación con zonas económicas con otras divisas es más dramática. La pérdida en precios de producción con Reino Unido en los años transcurridos del siglo XXI es de un 54%, de un 42% con las economías del área dólar y de un 60% con la japonesa. De algún sitio tiene que salir el déficit por cuenta corriente que la economía española registró en 2008, que se acercó al 10%, uno de los más abultados del mundo, junto con Portugal, Islandia o Estados Unidos.

Dado que el euro no ha anestesiado las inclinaciones inflacionistas y anticompetitivas, España no tendrá más remedio que buscar fórmulas para recomponerlas, en ausencia de la depreciación forzosa. Debe encontrar mecanismos que proporcionen ahora el efecto de las devaluaciones en el pasado.

El ajuste que precisa sólo puede hacerse por las dos vías tradicionales para salvar los fundamentos de la economía, una dolorosa y otra más dolorosa todavía: precio o cantidad. Ajuste de salarios, precios y márgenes, o ajuste de capacidad productiva y empleo. Hasta ahora España ha optado, con la inestimable ayuda de patronales y sindicatos y la mirada complaciente del Gobierno, por destruir empleo, pero mantener los salarios de los que lo conservan.

¿Tiene sentido que los costes salariales sigan creciendo tres puntos por encima de la inflación mientras que cada día del último año se han destruido en España 3.300 puestos de trabajo? Ninguno. ¿Tiene sentido que los sindicatos demanden subidas salariales como motor del consumo mientras en las empresas los trabajadores, y así lo reflejaba la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, aceptarían severas reducciones de sueldo para conservar el empleo? Tampoco. Ninguno.

La primera alternativa a la devaluación la planteó hace ya un año el profesor Alfredo Pastor, de la Universidad Pompeu Fabra, reclamando un plan de estabilización de la economía: dos o tres años de congelación de todos los sueldos, todos los costes, todos los precios y todos los márgenes. Sólo así, entendía, podrían recuperarse en tal trecho temporal los niveles de competitividad perdidos en la década.

Cosas en tal sentido, pero más severas, han hecho en Letonia, Hungría o Irlanda. A las bajadas de sueldos de los funcionarios y las cuantías de las pensiones, han acompañado descensos de sueldos privados y de impuestos para colocar los costes de producción de sus empresas a nivel competitivo. Pero otros competidores directos de España y con soberanía monetaria han optado directamente por la vieja fórmula: Polonia, Hungría y Chequia han devaluado un 30% sus divisas, y Reino Unido ha forzado una depreciación de su libra esterlina de un 25% en un año.

Ante la pasividad corporativa e intencionada de los sindicatos, los empresarios despiden aprovechando la vía rápida y barata de los contratos temporales. Y los economistas y las patronales plantean otra alternativa, ensayada parcialmente y sin éxito en el pasado: la combinación de una notable subida del IVA y reducción, notable también, de las cotizaciones sociales. El IVA empobrece a los nativos, que dejan de desequilibrar la cuenta corriente, y las cotizaciones abaratan el factor trabajo, en la cuantía que no lo hacen los salarios. Como aprecia el profesor Miguel Ángel García, de la Rey Juan Carlos, si los sindicatos aceptan una reducción de cotizaciones porque entienden que el problema es de costes laborales, deberían congelar los salarios, y su efecto sería más cualificado.

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