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Columna
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¿Puede pasar aquí lo de Francia?

Las llamas de Francia alumbran nuestros temores y nuestro asombro. ¿Cómo puede pasar lo que está pasando en un país supuestamente tan avanzado política y socialmente? No resulta fácil responder. Parece que se combinan numerosos factores, que giran todos en torno a la marginalidad en la que desenvuelven sus vidas los hijos y nietos de los inmigrantes en los barrios periféricos. Son franceses, pero no se les tiene como tales. No son más que inmigrantes, aunque tengan documentación y nacionalidad francesa. Y, en los países de su procedencia familiar, también serían considerados como extranjeros. Están comenzando a entrar en la melancólica nación de los apátridas, aunque deseen integrarse en el sistema económico y social de Francia. Se sienten considerados como chusma por el resto de los franceses y por eso saltaron cuando el imprudente ministro del Interior francés así los llamó. Quieren conseguir con la violencia lo que con su vida no han logrado. Que se les tenga en cuenta. No luchan contra el sistema, sino que lo que quieren es integrarse en él.

Las autoridades francesas que, como es evidente, no pueden consentir que se prolongue por demasiado más tiempo la ola de violencia, deben ser conscientes de que les están fallando dos realidades: la económica, puesto que en su país apenas se genera empleo, y la de la integración social de los inmigrantes, que siguen siendo considerados como un cuerpo extraño en su sociedad. Para solucionar su problema tendrán que trenzar los tres hilos, seguridad, empleo e integración.

Está apareciendo una nueva clase de ciudadanos europeos marginados. Los hijos o nietos de inmigrantes. La primera generación no suele ser conflictiva. Vienen en los momentos en que hay demanda de trabajo, suelen tener empleo, y a lo que aspiran es a ganar algún dinero, mejorar su calidad de vida y ayudar a los familiares que se quedaron en sus países de origen. Y si el país de destino cae en una crisis económica, normalmente estos inmigrantes de primera generación, sobre todo si llevan todavía poco tiempo, se marchan a otros lugares donde puedan encontrar el trabajo que desean. Sin embargo, los de segunda generación ya son europeos. Apenas tienen relación con sus sociedades de origen, y en ningún caso están programados para emigrar a otras geografías.

Además de la gestión inmigratoria, es imprescindible la inversión para el desarrollo en los países de origen

¿Puede ocurrir en España lo mismo que en Francia? A corto plazo, no parece probable. En nuestro país todavía no se han consolidado esos barrios de alta marginalidad, existen posibilidades de encontrar empleo y los inmigrantes son de primera generación, y por tanto todavía razonablemente migrantes en función del empleo.

Y a medio plazo, ¿qué puede pasar? Sabemos que el número de inmigrantes seguirá creciendo con fuerza en 2006, en función de las expectativas de creación de empleo que vamos conociendo. Pronto nuestra tasa de inmigración superará la de la media europea, y nos pondremos a medio plazo en un 12%-15% del total de población. ¿Qué pasaría si sufriéramos una crisis económica y se destruyera empleo? Si ocurre pronto, los inmigrantes saldrían del país buscando otro con mayores oportunidades. Si se produce dentro de unos años, con la población más asentada, lo más probable es que se quedaran, compitiendo entonces con la población local por el empleo.

Dado que no podemos renunciar a los inmigrantes que nuestra sociedad requiere, debemos trabajar para conseguir su integración plena. Para ello se debe invertir en servicios sociales, sanidad y educación en función del incremento de población que realmente suponen. Debemos tener políticas de regulación de flujos, para que puedan venir legalmente los que realmente necesitamos. Pero sobre todo necesitamos educarnos todos en el interculturalismo -que no multiculturalismo- que viviremos en el futuro. Cada siglo tuvo sus retos por superar, y los europeos tenemos uno colosal por delante. Saber convivir en nuestro territorio y en nuestra sociedad con un significativo porcentaje de población de otras latitudes, costumbres y creencias.

Además de la gestión inmigratoria, la inversión para el desarrollo en los países de origen resulta a todas luces imprescindible. Sería una política justa y ética, positiva para sus economías, y también para las nuestras. La utopía se abraza simbióticamente a la inteligencia. ¿Por qué no lo hacemos?

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