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Tribuna
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La educación profesional en España

Uno de los defectos de la discusión pública en bastantes países occidentales es el de la escasa atención a los resultados de las políticas como criterio de juicio sobre éstas, lo cual es especialmente notable en el campo de la enseñanza, sobre todo en Europa, y en España.

Lo que vale para la enseñanza general también se aplica a la profesional. Una de las finalidades del estudio La educación profesional en España, del autor de estas líneas junto con Víctor Pérez-Díaz (Fundación Santillana, 2002), es señalar esa carencia y aun con datos gruesos, los disponibles, apuntar las dudas que la consideración de los resultados despierta acerca de la bondad de las instituciones que proporcionan esa formación, tanto la de ciclo largo o reglada, como la de corto.

La formación de ciclo largo está regulada por la Logse de 1990, que hoy se aplica ya a pleno rendimiento. En comparación con la antigua formación profesional, las cifras de matriculados han caído, algo esperable dado el diseño del nuevo modelo. Así, si la matrícula al comenzar los noventa rondaba 850.000 alumnos en FPI y 475.000 en FPII, en la actualidad las cifras parecen consolidarse en torno a 225.000 en cada ciclo. De igual manera, han caído las cifras de titulados, desde los 100.000 titulados en FPI a los actuales 40/50.000 en CFGM, y desde los 75/80.000 de FPII a los 50/60.000 de los CFGS, según nuestras estimaciones.

No resulta extraño que, con frecuencia, las asociaciones empresariales recuerden la escasez de trabajadores con cualificaciones 'industriales'A pesar de las subvenciones, son pocas las empresas españolas que dan formación a sus empleados en comparación con Europa

También han caído las cifras de matriculados en bachillerato, algo lógico pues el actual dura dos cursos menos. Aun así siguen siendo más los matriculados en bachillerato (660.000 según lo previsto para el curso 2002/03) que en formación profesional (unos 450.000), y son más también los titulados, unos 150/180.000 en el curso 2001-02.

Aunque la proporción de matriculados en formación profesional sobre el total de la secundaria superior haya aumentado algo recientemente, no parece que vaya a darse el vuelco que nos equipare con la mayoría de los países de la UE, en los que predomina la formación profesional (si es que esto es deseable).

Desde el punto de vista de las especialidades que se cursan, la formación de ciclo largo ha continuado la tendencia iniciada en los setenta, de modo que se trataría menos de una formación industrial que de servicios, tanto en los ciclos de grado superior (70% de la matrícula) como, menos, en los de medio (60%). Tal concentración en las ramas de servicios (sobre todo, en las administrativas) puede ser problemática, pues nunca parecen haber sido especialmente demandadas por las empresas, desde luego no en la medida en que sí lo han sido las industriales. Quizá la preparación más apropiada para el sector servicios tenga su lugar menos en la formación profesional y más en la enseñanza media o superior de carácter general (o especializada). Así lo sugieren las dificultades de adaptación a la economía de servicios de un sistema de formación tan admirado como el alemán.

Si es así, no extraña que, con frecuencia, las asociaciones empresariales recuerden la escasez de trabajadores con cualificaciones industriales en zonas como el País Vasco. Estos desajustes son normales, dado el reducidísimo margen de maniobra de los centros para adecuar su oferta a su entorno próximo, a lo que tampoco parecen contribuir mucho instituciones como las comisiones provinciales de formación profesional, con participación de Administración y agentes sociales. El inferior número de titulados en el modelo actual redundaría, a su vez, en esas carencias locales. Tampoco extraña que una proporción notable (30%) de los titulados en formación profesional (eso sí, la mayoría según la regulación anterior) que trabajan en el sector privado afirme que sus cualificaciones formales son superiores a las requeridas por su trabajo. En esto, sin embargo, no se distinguen de los universitarios ocupados.

Además, habría que poner las cifras de matriculados y titulados en relación con el coste de la formación. El coste anual de un alumno de formación profesional en un centro público puede estimarse en unos 3.000 euros en 1999, y en unos 3.150 en un centro privado (buena parte, subvencionada). Esas cantidades se acercan al coste medio por alumno en la universidad pública (unos 4.000 euros en el año 2000).

En cuanto a la formación de ciclo corto, cabe distinguir la dirigida a desempleados (ocupacional) y a ocupados (continua). Ambas son objeto de políticas públicas de impulso o de provisión directa, con dos programas principales: Plan de Formación e Inserción Profesional (Plan FIP) a través del cual proporcionan formación a desempleados tanto el Inem como las comunidades autónomas, y Forcem, fundación que administra los fondos públicos para la formación continua. Al amparo de ambos se ha producido un enorme crecimiento de las cifras de alumnos y de los dineros públicos empleados, así como una notable participación de los agentes sociales en su manejo.

Los matriculados en cursos de formación ocupacional han pasado de 60.000 anuales a mediados de los ochenta a 300.000 actuales. La financiación creció, sobre todo, en la segunda mitad de los ochenta, aprovechando la procedente del Fondo Social Europeo: de 450 millones de euros hacia 1985 a 900 millones en 1992 y a 1.200 en 2000. De éstos, gran parte es intermediada por sindicatos y organizaciones empresariales, con mucha mayor intensidad en comunidades como Castilla-La Mancha que en comunidades como la del País Vasco.

Respecto de la utilidad de este gasto, contamos con algún estudio del Inem sobre las tasas de inserción laboral de los parados que aprueban cursos del Plan FIP en comparación con la de otros parados de características similares. Las de los primeros son apenas más elevadas que las de los segundos: en 1998, los porcentajes respectivos de colocación hasta el fin del año siguiente al de recibir el curso o de estar inscritos en el Inem eran de 68% y 59%. Parece poco, teniendo en cuenta los notables costes de la formación ocupacional, unos 2.600 euros por alumno matriculado en 1998, algo inferiores a los de la formación de ciclo largo, pero con muchas menos horas (de 200 a 400 frente a 800 a 1.000 horas). La desproporción es aún más notable en el caso de las escuelas taller y casas de oficio, cuyos alumnos (69.000 en el año 2000) costaban 5.160 euros per cápita en 1998 y 6.900 euros en el año 2001.

Respecto a Forcem (hoy Fundación Tripartita para la Formación en el Empleo), en lo esencial, se trata de que actores sociales organizados (sindicatos, asociaciones empresariales) manejan con bastante autonomía los fondos públicos de la formación continua, que sirven para financiar planes de formación o permisos individuales de formación, o acciones complementarias, orientadas a la provisión de materiales y estudios. Los dineros proceden del Fondo Social Europeo y de, al menos, la mitad de la cuota de formación profesional que obligatoriamente aportan empresarios y asalariados. Esos actores tienen reconocida gran capacidad de iniciativa en la solicitud de subvenciones, bastante arbitrio en su concesión, y, además, canalizan gran parte de aquéllas, bien como proveedores directos de formación, bien subcontratando con otras empresas. Por ejemplo, al finalizar los noventa, las fundaciones establecidas por UGT y CC OO para tareas de formación ingresaban unos 60 millones de euros al año.

Las cifras de alumnos formados son, en apariencia, apabullantes. El número de participantes en planes de formación certificados (en principio, acreditados por quienes ofrecen los cursos) ha crecido de casi 300.000 en 1993 a 1,5 millones en 2000. Sobre el número real de alumnos formados, sin embargo, han surgido dudas fundadas, planteadas por el Tribunal de Cuentas, que ha observado serios problemas en la acreditación de esa participación (así como en la justificación de los gastos subvencionados). Con todo, la proporción de empresas que recibe estas ayudas es reducida: un 6% de las de cinco trabajadores o más en 1999, según la Encuesta de Formación Profesional Continua.

Forcem maneja hoy fondos cercanos a 620 millones de euros al año. La subvención por participante certificado ronda los 300 euros, para cursos de unas 40 horas, lo cual supone un coste equivalente o algo superior al de la formación ocupacional. Empresas, formadores y trabajadores muestran elevada satisfacción con las actividades de Forcem en las encuestas que ésta ha llevado a cabo, si bien los juicios se expresan sin consideración de los costes.

A pesar de esas subvenciones, en España siguen siendo pocas las empresas que dan formación a sus empleados, en comparación con los demás países europeos. Según la encuesta citada, aunque la proporción había aumentado desde 1993, en 1999 sólo eran formadoras el 28% de las empresas de cinco trabajadores o más, con España en penúltimo lugar (delante de Portugal) de los 12 países para los que hay información.

Esas empresas habrían incurrido voluntariamente en costes de unos 1.600 millones de euros en 1999 para dar cursos de formación, esto es, unos 970 euros por participante al año, de los que unos 120 procederían de ayudas públicas. En conjunto, habrían recibido unos 155 millones de euros por esas ayudas, cifra bastante lejana de los 439 millones de euros dispensados por Forcem como financiación certificada ese año.

Esto sugiere, con las debidas cautelas, varias explicaciones: que la diferencia se deba, sobre todo, a la ausencia de las empresas de menos de cinco trabajadores en la encuesta, que gran parte de la formación la contraten directamente entidades distintas de las empresas, y/o que los costes de intermediación sean muy elevados.

En definitiva, sería conveniente mayor presencia de los argumentos acerca de la eficiencia y la eficacia de la formación profesional, tanto en la discusión pública española como en la de otros países.

Si la formación reglada española presenta problemas como falta de adecuación a las cualificaciones demandadas en el mercado, caben soluciones, probablemente en la línea de mayor flexibilidad del sistema gracias a una mayor autonomía y responsabilidad de centros y estudiantes. Pero para plantearlas hace falta empezar a poder responder preguntas básicas como: ¿quién paga la formación? ¿cuánto cuesta? ¿cómo se reparten sus costes? ¿cuáles son sus resultados? ¿quién se beneficia realmente de esa formación? Las mismas preguntas valen para la formación de ciclo corto. En este artículo y en el libro mencionado las planteamos y ofrecemos unas primeras respuestas, cuyo fin es, sobre todo, animar el debate sobre estas cuestiones.

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